Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de julio de 2013 Num: 957

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una especie de
resistencia cultural

Paulina Tercero entrevista
con Enrique Serna

Nuno Judice, Premio
Reina Sofía 2013

Enrique Florescano
entre libros

Lorenzo Meyer

Homenaje a
Enrique Florescano

Javier Garciadiego

Los narradores
ante el público

José María Espinasa

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Foto: María Luisa Severiano/
archivo La Jornada

Homenaje a
Enrique Florescano

Javier Garciadiego

I

Cuando se me honró con la invitación a participar en este coloquio, honor doble por tratarse de la Universidad Veracruzana y de un homenaje a Enrique Florescano, admirado maestro y colega, se me asignó el tema de la relación entre él y las instituciones. Al momento me vino un recuerdo y me asaltó una especie de miedo, ya que hablar de Florescano y las instituciones me obligaría a rehacer su biografía por entero, pues Florescano ha vivido desde hace mucho en relación con las principales instituciones del país: animándolas, cuidándolas, reformándolas e incluso creándolas.

El recuerdo puede resumirse así: a principios de los setenta, cuando inicié mis estudios universitarios, asistí a una conferencia en La Casa del Lago. No recuerdo ni el nombre del ponente ni el tema de su charla, pues pasaron a ser irrelevantes. Al final, en la ronda de preguntas, comentarios y críticas, el moderador pidió a quienes tomaran el micrófono que se identificaran con su nombre y con el de la institución a la que pertenecieran. De entre las primeras filas pidió la palabra un hombre grande, en edad y volumen, quien con una voz aguda que no concordaba con su tamaño y apariencia dijo: mi nombre es Daniel Cosío Villegas; mi institución, también Daniel Cosío Villegas. Así podríamos calificar a Enrique Florescano, como un hombre que se ha convertido en una institución.

¿Cómo se convierte un hombre en una institución? No lo sé; debe ser muy difícil; intento pensar en ejemplos y en el gremio de historiadores sólo me vienen a la cabeza algunos nombres: Silvio Zavala, Miguel León Portilla, Cosío Villegas, claro está, acaso Leopoldo Zea, y… y… No se trata de quienes hayan sido nuestros mejores historiadores. Se trata, más bien, de los pocos que aunaron a su calidad académica esa rara personalidad que tienen los creadores de instituciones. ¿Qué virtudes deben tener? Me aventuro a suponer algunas: liderazgo, visión, responsabilidad, perseverancia y entereza.


Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada

Permítanme repasar brevemente la biografía de Enrique Florescano para entender cómo fue que terminó por convertirse en una institución. Sus estudios universitarios, tanto de licenciatura como de postgrado, los hizo en instituciones sólidas: aquí en la Universidad Veracruzana, en El Colegio de México y en la École des Hautes Études, en París, donde fue dirigido por Ruggiero Romano.

Al aludir al Florescano estudiante resulta revelador que desde entonces mostrara sus intereses y preferencias, campos en los que al correr de los años habría de crear notables instituciones. En efecto, en 1958, año en que inició sus estudios de Historia ‒dos años antes había comenzado los de Derecho‒, Enrique Florescano fundó y dirigió su primera revista, Situaciones, publicación mensual de los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras. Más aún, en aquel entonces fundó también su primer suplemento cultural, bajo el cobijo del Diario de Xalapa ¿No vemos en esto un antecedente, un atisbo, de quien luego fundaría la revista Nexos o colaboraría afanosamente en los suplementos de Siempre y de La Jornada?

Luego de concluir sus estudios, allá por 1967, Florescano inició su larga y compleja carrera profesional, colaborando, y subrayo la palabra, colaborando, con las principales instituciones del país: desde enero de 1968 se incorporó como profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, actividad que poco después complementó con la coordinación de un Seminario de Historia Económica de México, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Permítaseme un paréntesis: además de animador y creador de instituciones, Florescano fue fundador de un par de corrientes historiográficas en México. Claro está que siempre hay antecedentes y precursores, como en este caso su maestro Luis Chávez Orozco, pero ¿quién puede siquiera dudar, ya no digamos negar, que Enrique Florescano es el iniciador en México de los estudios modernos, profesionales, rigurosos, de historia económica?

Volvamos a su desarrollo profesional. En El Colegio de México dirigió, por encargo de don Luis González, fundador de El Colegio de Michoacán, y a quien olvidé mencionar como creador de instituciones, la revista Historia Mexicana desde enero de 1971 a diciembre de 1973; esto es, los números 79 al 92, este último, por cierto, un número legendario dedicado a la evolución del Estado mexicano, cubriendo todas sus etapas, desde la prehispánica hasta la época contemporánea. Seguramente la explicación de que sólo haya dirigido Historia Mexicana por tres años, cuando la costumbre es de direcciones más prolongadas, es que por ese entonces asumió la jefatura del Departamento de Investigaciones Históricas del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Cierto es que ese departamento ya existía, pero es incuestionable que Florescano lo renovó, lo reanimó e hizo del “Castillo” una institución legendaria. Nunca tuvo después el brillo, el carácter innovador, la fuerza y el prestigio que alcanzó cuando Florescano fue su director.

II

En síntesis, Florescano maduró y se forjó trabajando en las principales instituciones historiográficas del país, especialmente en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, que dirigió por varios años a partir de 1982. Sin embargo, su dedicación a estas instituciones nunca fue excluyente. Florescano tiene esa rara cualidad de la omnipresencia. Sus intereses siempre han sido múltiples y variados, y siempre se han expresado en variados compromisos institucionales. Menciono algunos: Florescano el organizador de encuentros disciplinarios, como el de Americanistas de 1974; Florescano el líder gremial, como cuando fue el presidente del Comité Mexicano de Ciencias Históricas; Florescano el jurado de muchísimos premios; Florescano el diseñador y garante de incontables proyectos. En efecto, a la pregunta de “hola Enrique, ¿cómo estás?, ¿en qué andas metido ahora?”, siempre responde explayándose en uno o dos proyectos, siempre novedosos, siempre pertinentes. Sobre todo, Florescano no es sólo un hombre inventor de proyectos, un colega ocurrente. Cuidadosamente elegí aquí la palabra garante, y antes, cuando enlisté las virtudes que debe tener todo creador de instituciones, puse en tercer lugar, después de liderazgo y visión, la responsabilidad. Sí, Enrique Florescano es un hombre responsable que siempre lleva a buen término los proyectos que encabeza.


Foto: Guillermo Sologuren/ archivo La Jornada

Como hombre de instituciones y de proyectos, Enrique Florescano destaca, por sobre todos los campos, en el ámbito editorial. Él no se limita a pensar, como casi todos nosotros, en el libro que va a escribir. Además piensa en series de libros, en colecciones. Su trayectoria como editor es amplísima: comenzó al mismo tiempo que hacía sus estudios de doctorado, al codirigir con don Luis Chávez Orozco la colección Fuentes para la Historia Económica y Social de Veracruz; luego vendrían las dos series de Historia del Comercio Exterior de México y de Fuentes y Estadísticas del Comercio Exterior de México, ambas editadas por el Instituto Mexicano de Comercio Exterior.

Sobre todo, en este campo destacan tres admirables aventuras editoriales: la sección de Historia de la colección Sep-Setentas, a la que llegó con el apoyo de su maestro y paisano, don Gonzalo Aguirre Beltrán, y en la que eligió y cuidó 103 títulos; la amplia, innovadora y plural Colección Biblioteca Mexicana, coeditada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Fondo de Cultura Económica desde su creación en 1997, y obviamente la revista Nexos, de la que fue fundador y primer director, de 1978 a 1982. Diseñada inicialmente como un tabloide bibliográfico, Nexos pronto se convirtió en una de las principales revistas culturales y políticas del país, la que ha prohijado el surgimiento de varios grupos de nuevos intelectuales y la que ha discutido el porqué, el para qué y el cómo de la transición de la democracia en México. Quedan entre sus páginas las más agudas críticas al decadente autoritarismo mexicano de finales del siglo xx y a las fallidas estrategias económicas de entonces. Quedan entre sus páginas, también, las más pertinentes propuestas alternativas. Díganlo, si no, Héctor Aguilar Camín, Rolando Cordera, Arnaldo Córdova, Luis González de Alba, Carlos Monsiváis, Carlos Pereyra y José Woldenberg, entre muchos otros. Sí, sin duda, la historia reciente de México está documentada, pero también está hecha en Nexos, la revista fundada por este creador de instituciones que es Enrique Florescano.

Quisiera referirme a tres características virtuosas de Enrique Florescano. Es un hombre que se mantiene joven porque en ellos confía: recientemente coordinó a un equipo de historiadores jóvenes para que nos dieran su versión de una historia general de México. Claro, me refiero al libro Arma la historia, con jóvenes colegas como José Antonio Rivera, Erika Pani y Aurora Gómez Galvarriato; otro ejemplo: escribió los tres volúmenes de la Época colonial, de la Historia gráfica de México, para la Editorial Patria y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, con el entonces jovencísimo Rodrigo Martínez; es más, hablo de esto por experiencia propia: en 1985 Enrique Florescano me confió la coordinación académica de un proyecto muy ambicioso, Así fue la Revolución Mexicana, que habría de publicarse en el cumpleaños setenta y cinco de aquel proceso, cuando yo apenas había concluido mis estudios en Chicago pero aún no obtenía el doctorado: tenía entonces treinta y cuatro años. Lo recuerdo con satisfacción, pues los ocho tomos salieron considerablemente bien. Un último ejemplo que también me involucra: para conmemorar 2010, El Colegio de México decidió rehacer por entero su Historia general de México. Esta edición contaba como uno de sus mejores capítulos con uno de Enrique Florescano sobre las reformas borbónicas. Cuando Enrique se enteró que su capítulo pasaría de un libro de texto a uno de consulta, en lugar de enojarse aplaudió la decisión de El Colegio de México, congruente con su apoyo a la permanente renovación historiográfica, temática o generacional, pues suelen sobrevenir juntas.

Una segunda característica suya que reconozco con admiración es que Enrique Florescano no es un hombre que se apoltrona en las instituciones, que las usa para cobijarse. Tampoco es un historiador que tema asumir riesgos académicos; al contrario, es un historiador valiente, atrevido. Me refiero a que es de los pocos que se han arriesgado a cambiar temas de investigación; más aún, ha cambiado hasta de campos historiográficos y de períodos y etapas de estudio: comenzó como historiador económico, sobre todo del sector rural del México colonial; luego pasó a la historia cultural y política del México prehispánico, y también ha destinado constantes esfuerzos en trabajos de reflexión sobre toda la historiografía mexicana.

Otra forma de expresar su ausencia de conformismo académico consiste en que Enrique Florescano dedica buena parte de su tiempo a corregir y a actualizar sus libros. Véase este ejemplo extremo: la primera edición de El mito de Quetzalcóatl, de 1993, apenas alcanzaba las 182 páginas; la segunda edición, publicada doce años después, llegó a las 400, más del doble. Otro ejemplo podría ser el de su libro Memoria mexicana, publicado primero en 1987, y luego “corregido y aumentado” en 1994. Por último, este mismo mes se publicará su nuevo libro, La función social de la historia, de casi 400 páginas, el cual tuvo un par de antecedentes, con 88 y 163 páginas respectivamente.

La tercera característica tiene que ver con otra de las virtudes imprescindibles en todo creador de instituciones: la entereza. Dentro de su larga trayectoria de logros y reconocimientos, Florescano ha enfrentado, con enorme valor, algunos serios sinsabores. Me refiero a dos que fueron públicos y notorios. El primero fue el robo de numerosas piezas prehispánicas ‒aproximadamente 130‒ del Museo Nacional de Antropología en las navidades de 1985. Si bien la policía recuperó algún tiempo después la totalidad de las piezas, se dice que ese disgusto provocó que encaneciera repentinamente.

El segundo fue el malhadado ‒subrayo el término, malhadado, es decir, que no fue protegido por los seres celestiales que habitan en los bosques‒ Libro de Texto Gratuito de Historia de 1992. Florescano, coordinador general del equipo, me incorporó, como “infantería”, para colaborar con las páginas sobre el porfiriato y la Revolución del libro de 4º de primaria, que para mi salud mental salió menos vapuleado que el de 6º. Aun así, durante las semanas de la polémica no podía dormir, pensando en los periodicazos con que me recibiría la mañana siguiente. No puedo imaginarme lo que él debió sentir a lo largo de aquel linchamiento intelectual. Creo, sin embargo, que debe decirse la verdad sobre el caso: a pesar de un par de errorcillos fácticos, inexplicables y que además dificultaron la defensa del texto, en términos historiográficos la propuesta de los dos nuevos libros era abrumadoramente benéfica. Para nuestra desgracia, hubo problemas que nos rebasaban en tanto equipo de historiadores: pleitos político-sucesorios ‒recuérdese que era 1992, sólo un año antes de que el pri definiera a su candidato presidencial‒; resistencias gremiales ‒sí, desde entonces‒, pues el magisterio rechazó enseñar con un libro que los obligaba a estudiar de nuevo la historia del país y a redefinir sus interpretaciones y versiones de la misma; celos entre algunos grupos de intelectuales y hasta rancias enemistades personales. No deja de sorprenderme que un escritor que hoy obtiene muchos lectores por su afirmación de que es el mayor enemigo de la “historia oficial”, entonces haya defendido con tanto vigor la versión más romántica de “los niños héroes” que aquellos libros trataban de precisar; la postura más chabacanamente nacionalista en cuanto a nuestra relación histórica con Estados Unidos, y la interpretación más maniquea y utilitarista del régimen de Porfirio Díaz, la que nosotros nos atrevimos a matizar.

Sí, aquellos libros de 1992 eran políticamente valientes e historiográficamente novedosos y correctos. Lo que terminó por hundirlos fue que la opinión pública no deseaba cambiar su cultura histórica a partir de un cambio, precisamente, en los Libros de Texto Gratuito. En realidad temieron que se tratara de una aviesa estrategia gubernamental. Después de mucho pensar en el tema, me convencí de que al equipo le sobraban historiadores profesionales, de vanguardia en la investigación, y que le faltaron pedagogos, o al menos historiadores dedicados a la docencia básica, abnegados maestros de tarima. También llegué a la conclusión de que este tipo de libros requieren ser escritos por ese tipo de hombres llamados “ideólogos”, diestros en el uso político de la historia. Tal vez esto llevó a Enrique Florescano a ponerse a estudiar los temas de la función social de los historiadores y de la conveniencia y características que deben tener el aprendizaje y la enseñanza de la historia. Así me imagino a Enrique Florescano: estudiando a fondo estos asuntos para analizar algunas de las probables causas de aquel descalabro de 1992.

III

A los auténticos creadores y animadores de instituciones los descalabros no los vencen ni derrumban, sino que los curten, los forjan y los hacen más sabios. Así pasó con Enrique Florescano, cuyos logros y reconocimientos superan con creces los mencionados sinsabores. En efecto, tiene numerosos reconocimientos internacionales, como las Palmas Académicas y el grado de Caballero de la Orden Nacional de Mérito, del gobierno francés; la beca Guggenheim y cátedras especiales en las universidades de Cambridge, Yale y en el Getty Center. Sus reconocimientos nacionales son los mayores que se pueden obtener: Premio Nacional de Ciencias Sociales en 1976; Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, veinte años después, y desde el año 2000 le fue reconocida la categoría de Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores.

Conociéndolo, puedo imaginarme que los premios locales, los veracruzanos, son los que más aprecia y saborea: en 1996 fue nombrado Veracruzano Distinguido; en 1998 recibió del gobierno estatal la medalla Gonzalo Aguirre Beltrán; en el año 2002 recibió el Premio Francisco Javier Clavijero, y sobre todo, la Universidad Veracruzana le otorgó posteriormente el doctorado Honoris causa. A todos estos reconocimientos se suma éste, también organizado por su alma mater, para conmemorar sus setenta y cinco años de edad y sus cincuenta de historiador, pues aquí concluyó sus estudios universitarios de Historia en 1962. Gracias a este homenaje puedo expresarle mi agradecimiento y reconocimiento a Enrique Florescano, historiador extraordinario y hombre creador y animador de instituciones.