Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de diciembre de 2012 Num: 927

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Lukás Theodorokópoulos

La fiesta del teatro
Mariana Domínguez Batis

Puebla, nuevo espacio nacional para el
teatro internacional

Miguel Ángel Quemain

Héctor Azar, el
hombre y el teatro

Jorge Galván

El tío vania de
David Olguín

Enrique Olmos de Ita

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Verónica Murguía

Tecnolelos

El comediante inglés Eddie Izzard escribió para su gira Glorioso un sketch en el que se burla de esos infortunados a quienes él llama los “tecnomiedosos”.  Son quienes le tienen desconfianza a los adelantos; los que se acercan a las computadoras con cautela y tiemblan ante los letreritos que aparecen en las pantallas.

–¿Borré el archivo? ¿Borré todos los archivos? ¿Borré internet? ¡Pero si no tengo módem! –se pregunta uno–.¿Cómo que ocurrió un error del tipo 012435? ¿A qué horas cometí el 012434?

Por otra parte, dice Izzard, están los que aman los artefactos novedosos. Son las almas temerarias que prescinden del instructivo; que abren la caja del aparato con el corazón rebosante de felicidad; los que arman, conectan y le cargan programas a su computadora con la naturalidad con la que otros hacemos garabatos en las libretas. Son quienes hacen fila la víspera para comprar el nuevo teléfono inteligente; redactan y leen blogs; descargan miles de libros en sus tabletas y hablan por Skype con mucha gente; twittean y tienen páginas web y muros de Facebook, escanean y envían, usan Photoshop y con él dibujan, todo lo cual me resulta ajeno.

Naturalmente, yo pertenezco al primer grupo. Todo objeto que tenga enchufe me inspira un respeto reverencial y la palabra fusible, cuando yo era chica, era casi sagrada. Ha de ser porque una vez, de niña, salí de la regadera y traté de apagar el regulador de la tele con el pie mojado;  fue como una versión vernácula de Frankestein junior. Luego he incurrido en una serie interminable de errores: meter un pollo envuelto en aluminio dentro del microondas; tratar de rellenar yo sola los cartuchos de tinta de la impresora; poner focos ahorradores a una lámpara que ocupaba dimmer y un tedioso etcétera que me niego a confesar.

Años después, mi primera computadora se murió cuando apareció una bomba de ésas de caricatura, esférica y con una mecha encendida, en la pantalla. Una voz como la del robot en Perdidos en el espacio me advirtió:  “Peligro. Peligro…” . No supe qué más dijo porque corrí a la cocina, en una reacción tontísima. Otra computadora se apagó misteriosamente para nunca más encenderse, llevándose al basurero algunos archivos que me dolió perder.

Luego llegó internet. Mi pasmo ante semejante asunto fue, me imagino, como el de los primeros pasajeros de un vuelo comercial. ¡Si ya el fax era milagro suficiente! Por supuesto, en nuestra casa no había tal cosa. Así, yo iba con amigos que me permitían usar sus computadoras para comprar libros en Amazon. Una tarde inolvidable, mi amiga C.C. y yo tratamos de entrar en la red sin marcar –¡qué lejano y Picapiedra suena esto!– el teléfono. Su marido, con paciencia bíblica, nos explicó que el teléfono era indispensable. El ruidito ese: toing toing, se convirtió en la canción del libro lejano. Quedamos abrumadas.

No crea el lector que mi ignorancia me enorgullece. Más bien me espanta, como si el mundo pasara montado en un cohete al que yo no sabría cómo subirme. Quienes me rodean me han advertido de buena fe que la revolución digital llegó para quedarse; se rumora que el libro de papel está a punto de morir; una editora, bueno, no sé si se le puede aplicar el término, me aconsejó que acortara las descripciones y acelerara las aventuras en mis novelas, porque “el lector joven ya no tiene paciencia, pues está acostumbrado a internet”.  Y me tronó los dedos, me imagino que para ilustrar la prisa de los jóvenes.

Escritores que quiero y respeto están metidos de lleno en ese cosmos fragoroso y mutable, mientras yo me quedo en mi lugar que, al menos en mi mente, tiene un aspecto tristemente pretecnológico.

Mis modestas habilidades para moverme en las estanterías de las bibliotecas han sido superadas; Wikipedia me dejó atrás. El golpe que me envió a la lona me lo propinó un miembro de la familia: “Mira –me dijo, a sabiendas de que soy terca–, a ti te interesa la medicina medieval, ¿verdad? En este sitio hay fotografías de los libros, página por página.  Y vi, pasmada, sí, página por página, la Chirurgia Magna, la obra cumbre de Guy de Chauliac. Me vi obligada a aceptar que mis prejuicios son muy imprácticos.

¿Dónde hubiera yo podido ver las páginas de ese libro como no fuera en internet? ¿Cómo negar que sólo en este presente atestado de información puedo asomarme a esa formidable ventana al pasado?

¿Cómo, por favor, le voy a hacer para dejar de ser una tecnolela?