Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de diciembre de 2012 Num: 927

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Lukás Theodorokópoulos

La fiesta del teatro
Mariana Domínguez Batis

Puebla, nuevo espacio nacional para el
teatro internacional

Miguel Ángel Quemain

Héctor Azar, el
hombre y el teatro

Jorge Galván

El tío vania de
David Olguín

Enrique Olmos de Ita

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ilan Stavans
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
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Hugo Gutiérrez Vega

El misterio humano de Mauriac

Para fray Didier Leurent O.P.

“Así exhumamos de nuestra infancia unos seres dormidos y volvemos a inventar la vida.” De esta manera François Mauriac explica su método para novelar y afirma la preponderancia de la memoria en la construcción de tramas y personajes. El novelista francés, católico que tuvo discusiones ásperas con los ultramontanos de la jerarquía eclesiástica, nos dice en un ensayo sobre su método: “Ninguno de los personajes de El beso al leproso es inventado: es su destino lo que yo invento.” Los personajes de Mauriac están fuertemente ligados al lugar en donde viven. Ese lugar (generalmente una pequeña y asfixiante ciudad de provincia llena de prejuicios, chismorreos y suspicacias; no olvidemos que el que tiene una moral sospechosa es el que sospecha de la moral de los demás) los atrapa y, a veces, violenta su libre albedrío con la terrible fuerza de los prejuicios que modelan la vida de los habitantes de la pequeña ciudad y dictan las feroces leyes de una moral social caduca y enemiga de lo humano, ya que asesina sin piedad la alegría de vivir. Estos estrechos panoramas productores de asfixia vital están magistralmente narrados por Mauriac en El misterio Frontenac, en El río de fuego, Genitrix y, sobre todas sus novelas, en El desierto del amor, relato fundamental de las letras francesas.

Mauriac es un escritor poderoso que no hace concesiones y nos entrega personajes que padecen los vicios más frecuentes de la condición humana: madres posesivas, padres que castigan a los hijos sin piedad alguna, beatos hipócritas, curas impíos, falsarios, desalmados, cobardes... La mayor parte de ellos vive en el seno del mundo católico (Chesterton decía que la Iglesia no es un lugar lleno de beatitud sino un hospital de pecadores) y con frecuencia es tocada por la gracia y, casi siempre, se le concede el don de lágrimas y el prodigio de la contrición.

Las atmósferas de las novelas de Mauriac son obscuras y enfermizas. En Therése Desqueyroux y en Nudo de víboras se puede cortar el aire, pesado y abrumador. Ya despejada la atmósfera, y leída la última novela de la saga de Therése, El fin de la noche, coincidimos con Jean Paul Sartre en el entusiasmo por este ciclo de novelas escritas para lectores católicos, para lectores con dudas y para lectores sin fe, pero que son profundamente religiosas, a pesar de que Therése no encuentra al final de su vida al confesor adecuado y no se convierte a la religión católica en su lecho de muerte.

Dice Mauriac que su novela más católica es Nudo de víboras. Tiene razón, pues los personajes están llenos de mala fe intelectual, de avaricia, de falta de caridad, en fin, de las muchas taras de la naturaleza humana. Todas estas miserias y defectos son las que el Hijo del Hombre vio y por eso vino al mundo, “para buscar y salvar lo que estaba perdido”. Ese es el latido oculto en la narrativa de Mauriac, el que busca la esencia profunda de la salvación.

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