Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de julio de 2012 Num: 906

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La fe de Gide
Ignacio Padilla

Para releer a Gide
Annunziata Rossi

Apuntes para la historia.
Mi primera prisión

Ricardo Flores Magón

Mafalda y la prensa
Ricardo Bada

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Para releer a Gide

Annunziata Rossi

En una conferencia de 1960
sobre Cesare Pavese, intitulada
“Pavese, ser y hacer” (ahora en
Una pietra sopra, Einaudi), Italo
Calvino hace una comparación
que me parece interesante entre
el itinerario de autoconstrucción
interior y literaria del escritor italiano y aquél, completamente opuesto, del itinerario del francés André Gide (1869), de más de una generación antes que Pavese (1908). Calvino comenta que, al contrario de Pavese, quien en su diario Il mestiere di vivere (El oficio de vivir) decide “eliminar del arte como de la vida lo voluptuoso” para “ser trágicamente”, André Gide elige abandonarse al fluir espontáneo de la vida, a la disponibilidad, a la libertad de las constricciones: en fin, todas las libertés permises. El imperativo ético de Pavese y el camino del hedonismo de Gide representarían, según Calvino, las dos vías opuestas de la literatura moderna, y el escritor italiano concluye que el camino de la conciencia literaria y artística europea parece estar hoy –preciso: la conferencia es de1960– todo de la parte de Gide. La afirmación de Calvino no es exacta porque, después de la caída del nazismo y la liberación francesa de los invasores alemanes, un nuevo astro tomará el lugar de Gide: Jean-Paul Sartre, una figura de intelectual total: narrador, dramaturgo, líder del existencialismo, filósofo del engagement y activista político. Con él, el mundo literario se politiza.

Es indiscutible que Gide continúa siendo una figura preeminente en el ambiente literario, no obstante la aversión a sus preferencias sexuales nunca ocultadas, en una sociedad todavía rígidamente construida sobre modelos heterosexuales que consideró a Gide un peligroso corruptor de la juventud. Por otro lado, odiado desde siempre por la derecha nacionalista a causa de su acercamiento al comunismo, al que no llega a través del marxismo sino de los Evangelios –“c’est l’Évangile qui m’a formé”–, André Gide, terminó por ser repudiado también por la izquierda francesa después de la publicación de su Retour de la URSS, a donde viaja en l936, año del primer gran proceso contra los viejos bolcheviques acusados y ejecutados por traición a la patria. Es el inicio de las grandes purgas instauradas por Stalin con la complicidad de Berja. Gide todavía no está enterado de la existencia de los gulag, de la persecución de los homosexuales, ni de la reclusión de los supuestos opositores del régimen en clínicas psiquiátricas. Decepcionado, al regresar a Francia publica el Retour de la URSS, obra en la que denuncia el culto a la personalidad de Stalin, la falta de libertad, el conformismo general, la despersonalización, la desaparición del espíritu crítico y la fuerte desigualdad económica, para concluir que el comunismo no existía en Rusia. El libro fue una bomba y las críticas de la izquierda fueron feroces, entre ellas las de su amigo Louis Aragon que lo llamó traidor. Gide fue atacado también en el extranjero, donde Kastka Neumann publicó el Anti Gide o el optimismo sin supersticiones e ilusiones, una crítica del individualismo gidiano, su concepción de la felicidad y su hedonismo.

André Gide no nació hedonista. Al contrario, el hedonismo, el abandono al fluir espontáneo de la vida que anhelaba y que, además, consideraba un deber legítimo, fue una conquista larga y difícil para él. En su Journal seguimos el drama de su vida atormentada por el insomnio, la depresión, la culpabilidad, la inseguridad y la ambivalencia. Gide fue educado en una familia de la alta burguesía, y su padre había sido un reconocido jurista del sur de Francia (Uzès, Languedoc), de tradición hugonote y protestante, pero tierno, alegre e indulgente, con quien André estuvo muy ligado. Al morir el padre, André, que tenía apenas once años, quedaría bajo el yugo de su madre Juliette Rondeaux, perteneciente a una rica familia normanda (Rouen) de tradición católica que, convertida al protestantismo, fue una madre rígida, puritana y autoritaria. En su autobiografía Si le grain ne meurt, (Si la semilla no muere), Gide dice ser “fruto de dos sangres, dos provincias y dos confesiones”, dos mundos contradictorios, a los que tuvo que enfrentar para liberarse de su peso. Sin embargo, bajo la influencia de Anna Shackleton, institutriz y luego amiga entrañable de Juliette, el pequeño André pudo vivir en un ambiente relativamente abierto a la cultura que le permitió estudiar música (aunque con malos maestros, cosa que en su Journal lamentará a menudo), ir al teatro –por supuesto, bajo la supervisión de la madre– y, finalmente, también por la insistencia de su tío, entrar a los dieciséis años a la biblioteca del padre.


Fotos: www.cdandlp.com

Desde los primeros años de vida, se despierta en él una sexualidad a la que se abandona con un amiguito en juegos prohibidos, les mauvaises habitudes que Gide revela en Si le grain ne meurt, cuya sinceridad suscitó un gran escándalo. A los ocho años, descubierto mientras se masturbaba bajo el banco, fue suspendido por tres meses de la escuela alsaciana en la que estudiaba y sometido a tratamiento médico. Desde niño sufre su diversidad, de cuya razón no se da cuenta, y lo oímos regresar de la escuela sollozando sin parar: “¡No soy como los demás!, ¡no soy como los demás!, ¡no soy como los demás!”

En 1893, cuando ya tiene conciencia de su homosexualidad, a la que nunca considerará contra natura, Gide, siempre desgarrado entre el anhelo de pureza y los llamados de la carne, no cesa de invocar en su Journal a Dios con fervor: “Mi plegaria, Dios mío, es que estalle esta moral demasiado estrecha y que yo viva plenamente, y dame la fuerza para hacerlo sin miedo, sin sentir siempre que voy a pecar.” En esos primeros años de reflexiones, Gide crea su propia moral que es: obedecer a la naturaleza, “seguir a la naturaleza [contra la cual luchaba su madre] y no a las costumbres”, ya que cree firmemente que las leyes de la naturaleza son las leyes de Dios. Rechaza “la moral de privación” establecida, que le impone la renuncia, el sacrificio de sí mismo impidiéndole el libre empleo y el desarrollo de las propias fuerzas: “No quiero entender más –escribe en l894 en su Journal– una moral que no permite y no enseña el más grande, el más bello, el más libre uso y desarrollo de nuestras fuerzas.” El hombre sabio, dice Gide, debe vivir no obedeciendo a la moral establecida, sino según su sabiduría, y la sabiduría no significa renuncia: “El hombre sabio, vive sin moral, según su sabiduría. Tenemos que intentar llegar a la inmoralidad superior.” Gide reitera la legitimidad del placer: “El deber de cada hombre es ser feliz”, “la alegría debe ser mi única preocupación” y “Necesito esforzarme en el placer.” Quiere ser feliz, dice, pero no con la felicidad feroz y trágica que predica Nietzsche, sino con la felicidad de Francisco de Asís que vivía con laetitia y con laetitia hacía vivir a los hermanos de la Orden franciscana fundada por él.

El Journal que Gide inicia en 1889, a los veinte años, y que lo acompañará hasta 1949, dos años antes de su muerte, es el testimonio de su lucha constante en contra de la “moral de privación” para ser sí mismo. Su divisa es “osar ser sí mismo”, que recuerda el subtítulo Cómo uno se vuelve sí mismo, de Ecce homo, de Nietzsche. Y “ser sí mismo” debe, para Gide, coincidir con su manifestación exterior frente a los demás: L’étre s’afirme con le paraître; le paraître est la manifestation de l’être. Es decir, el ser tiene que manifestarse íntegro en la realidad, su manifestación tiene que coincidir con el ser auténtico, sin ninguna hipocresía. No hay, pues, que aparentar lo que uno no es. Ser moral significa ser sincero: “J’ai horreur de la mensonge […] Les cathololiques ne peuvent comprendre cela […] Le catholiques n’aiment pas la vérité”, dice a Jacques Maritain –protestante convertido al catolicismo en l906–, quien lo visita en 1923 para convencerlo una vez más de no publicar Corydon. Esta exigencia de sinceridad, considerada por muchos como cinismo, es el imperativo moral al que Gide se mantiene fiel y que nunca transgrede a pesar de sus consecuencias. La sinceridad que Gide se impone va, como es natural, a la par con la necesidad de autoconocimiento, en la línea de los grandes moralistas franceses. En su ensayo sobre Montaigne, lo cita: “No hay en el mundo monstruo o milagro alguno que me preocupe más que mi propia personalidad. Cuanto más me exploro y escudriño, tanto más me asombra mi deformación… y tanto menos logro comprenderme.” Gide dirá lo mismo: “La frase que empieza con ‘yo me conozco’, termina siempre en la negación: ‘yo no me conozco.’”

La costumbre del ascetismo y del pecado es tal que Gide tiene que esforzarse para lograr el placer, la alegría. Aun viviendo de manera coherente con su moral y sin creer en el pecado, lo hace con un fuerte sentimiento de culpabilidad: “El hábito del ascetismo, del pecado –escribe–, era tal que tuve que esforzarme para la felicidad; no me era fácil sonreír. […] Al principio sentí cierto espasmo, que luego fue desapareciendo hasta fundirse en el encanto infinito de vivir sin importar cómo. Siguió por fin el gran descanso, después de una larga fiebre; mis inquietudes de un tiempo se desvanecieron; me asombraba que la naturaleza fuera tan bella y yo llamaba a todo: naturaleza.”

No obstante, Gide nunca alcanzará la serenidad interior. Sufre frecuentes crisis morales y religiosas, como aquella tan larga de los años l916-1919, (que coinciden con el inicio de su amor por Marc Allegret), y que registra en las páginas atormentadas de su Journal, Numquid et tu? Siempre desgarrado entre el cielo y el infierno (“infeliz quien pretende unir en sí el cielo y el infierno. Nadie puede darse a Dios más que todo entero”), sucumbe a la lujuria sin nunca perder el anhelo de pureza (a menudo repite en su Journal: “Soy puro, soy puro, soy puro.”) Si en l893 lo hemos oído invocar a Dios para liberarlo de la “moral de constricción”, ahora lo oímos invocarlo para que lo libere del Malin (Maligno). Las páginas de Numquid et tu? están llenas de citas de San Pablo y de los Evangelios, sobre todo del de Juan: “Aquél que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna.” Gide lamenta su indiferencia a la voz de Dios, y lo invoca: “Señor, si debéis ayudarme, ¿qué esperáis? Yo, solo, no puedo. ¡No dejéis que el Maligno tome vuestro lugar!”, añadiendo en seguida: “¿Perdón, Señor!, porque sí, yo sé que estoy mintiendo. La verdad es que esta carne que odio, yo la amo incluso más que a vos mismo. Muero por no poder agotar su atracción. Os pido que me ayudéis, pero sin que yo renuncie de verdad.”

Sobre las influencias presentes en su obra, Gide escribe en los feuillets de su Journal (1938): “De todos los ‘grandes autores’ (no puedo usar esta palabra sin sonreír), los que menos me han enseñado son, sin duda, los franceses. ¿Y cómo podría ser de otra manera? Los tengo en la sangre, en el cerebro; desde antes de leerlos, yo era uno de ellos. Están hechos de la misma madera que yo.” La mayor influencia que Gide reconoce en su obra es la de las literaturas inglesa y rusa (publica muchos artículos sobre Dostoievsky, así como sobre escritores y poetas ingleses). Ama apasionadamente a Browning, y cuando le preguntan quién es el mejor poeta francés, responde de mala gana: Victor Hugo, desafortunadamente. Sobre la influencia alemana, algo exagerada por los alemanes, Gide dice que ama a Goethe, según él “el menos alemán de los alemanes”, y aclara: “Apenas si puedo formular una opinión sobre la ‘influencia alemana’. Es cierto que durante mi juventud Alemania me impresionó de manera considerable”, añadiendo luego: “Quizás, lo mejor que he aprendido de Goethe, Heine, Schopenhauer y Nietzsche es su admiración por Francia.”

Sin embargo, el entendimiento político y cultural entre su país y Alemania es una exigencia central en la vida de Gide. Los valores espirituales de Alemania, sostiene Gide, no tienen nada que ver con la Prusia que la gobierna. En un artículo de junio de 1919 en la Nouvelle Revue Française critica con preocupación los excesos del Tratado de Versalles (y no es sólo él, recordemos al Canetti de Masa y Poder), y condena la imposición inicua de las indemnizaciones por los daños de guerra exigidas sobre todo por la terquedad de Francia, una imposición que, al atizar el odio y la venganza del país vencido, representaba, en su opinión, un serio peligro para el futuro de toda Europa (como de hecho ocurrió). En los feuillets de su Journal de l919, Gide lamenta el hecho de que los partidos nacionalistas de una y otra parte de las fronteras exageraran con obstinación las diferencias de temperamento y de espíritu de los dos países, mismas que harían imposible todo acuerdo entre ellos. Al contrario, Gide ve esas diferencias como un dato positivo porque en el terreno de la cultura, de las ciencias y de las letras y las artes, los defectos y las cualidades de los dos países resultaban complementarios, al punto que del acuerdo entre ellos no podía resultar más que provecho. Las diferencias existen, dice Gide, son conocidas, e indica una fundamental: todo lo que es francés tiende a individualizarse; todo lo que es alemán tiende a dominar o a someterse. Su afirmación coincide con lo que sostendrá años después el alemán Thomas Mann, en una conferencia de 1945 en Washington: “El alemán en su casa carece de libertad, pero quiere disponer de ésta a su arbitrio fuera de ella; por eso su concepto de libertad es agresivo.”

En 1940, después de la invasión alemana de Francia, Gide comenta en su Journal: “Ahora nos tocará pagar todas las absurdidades del intangible Tratado de Versalles, las humillaciones del vencido de entonces, las inútiles vejaciones que sublevaron mi corazón en 1919, contra las cuales fue inútil protestar. Ahora el turno de abusar le toca a ellos.” Se ha acusado a Gide de indiferencia frente a la invasión alemana. Más bien Gide se abstuvo de tomar una posición política todavía bajo la influencia de las declaraciones de Bertrand Russel leídas en el lejano 1933, que sostenían la idea de la inutilidad de la resistencia en caso de una invasión extranjera, ya que la resistencia lograría sólo fomentar la represión y la violencia del invasor. Tampoco apoyó a Hitler, como se le acusó; sólo admiró su habilidad, la genialidad de su estrategia política, sin desconocer su cinismo. El 7 de julio de 1940 escribe textualmente: “… perfide, cynique, tant qu’on voudra, mais ici encore, il a agi avec une sorte de génie”. Tampoco estuvo a favor del gobierno de Vichy; sólo se limitó a aprobar la primera alocución de 1940 del mariscal Petain a los franceses. Al contrario, se mantuvo cerca a De Gaulle, a quien conoció en Argel.

Como se ha dicho, Gide se abstuvo de la política por sus convicciones personales, y no por cobardía. Narra Klaus Mann que mientras Gide se encontraba en Niza durante la ocupación alemana y una agrupación literaria lo invitó a dar una conferencia, Les Anciens Combattants franceses protestaron y amenazaron al escritor con matarlo si iba a hablar. Gide, sin intimidarse, se presentó y en el estadio sacó la carta de los extorsionistas y la leyó, concluyendo: “De modo que, señores y señoras, he venido para pedirles perdón. Este documento será mi única contribución a este programa. No es que me importe la lucha, pero, ¡ay de mí!, no soy tan joven como antaño. Además he venido solo, en tanto que nuestros valientes legionarios tienen la costumbre de aparecer en masa.”

El joven Gide empieza sus vagabundeos en 1892 viajando a África del Norte (Túnez, Argelia y Marruecos serán para él lo que, en otro sentido, había sido Italia para Goethe y Stendhal). En 1893, en Marruecos, encuentra a Oscar Wilde (a quien había conocido en París años atrás y le había fascinado, inspirándole al mismo tiempo un gran terror) acompañado por su amante, lord Alfred Douglas. En Marruecos tiene su segunda experiencia homosexual con un adolescente que tocaba la flauta. Continuará viajando por los países mediterráneos, Europa central, y regresa a menudo a África. En 1925 viaja como invitado en una expedición al Congo, donde conocerá la horrenda realidad del colonialismo europeo, su brutalidad y el trabajo forzado al que se obliga a los nativos. Publica Viaje al Congo que dedica a Joseph Conrad, en el que denuncia la ignominia de la colonización. El viaje al Congo fue una experiencia fundamental para Gide quien, como escribe el 4 enero de l933 en su Journal, hasta entonces no había sabido interesarse en los hombres, “únicamente absorbido como estaba por la contemplación de mí mismo. […] De manera que fue necesario ese contacto con la oprimida raza negra para arrancarme de mi narcisismo”. En el Congo Gide toma una conciencia social y política que lo acerca al comunismo, al que, como él mismo declara, llega a través del cristianismo; “un affaire sentimental” según sus críticos. Sin embargo, Gide lee los cuatro tomos de El capital con esfuerzo – “patiemment, assidument, studieusement”–, y comenta: “En los escritos de Marx [exceptúa de ellos El manifiesto del Partido Comunista], siento que me ahogo. Le falta no sé qué ozono, indispensable para la respiración de mi espíritu.” “Pienso –escribe– que gran parte del prestigio de Marx viene del hecho de que es difícilmente abordable, de manera que el marxismo implica una iniciación, y es conocido indirectamente a través de sus intercesseurs [intermediarios, intérpretes].” Concluye con la frase estupenda: “Es la misa en latín.”

En l895, después de la muerte de su madre, Gide se casa con su prima Madeleine, con quien tiene desde la infancia una intensa y exaltada relación espiritual y religiosa. Madeleine, a la que llama Emmanuèlle en su Journal, es la persona a quien ama y amará más que a nadie. Antes de casarse, un médico le había asegurado que el matrimonio lo “normalizaría”. Sin embargo, permaneció impotente frente a su esposa y el matrimonio se mantuvo en blanco. A Paul Claudel, quien siempre había buscado convertirlo a la “normalidad” e, inclusive, le había enviado un sacerdote para curarlo, escribirá que ama a su esposa más que a su vida, pero que nunca ha sentido deseo por ella: puede ser, explica, que el amor tan intenso por Madeleine, a la que llama su Beatrice, le impide el deseo. Después de su matrimonio, Gide no renuncia a su vida de vagabundeos por el mundo, de los que regresa siempre a Cuverville, donde lee, escribe, goza de la naturaleza y pasa horas tocando el piano, a Bach, Beethoven, Albeniz, etcétera y, sobre todo a su amado Chopin, cuya música su madre había considerado “malsana”. Inmune al bacilo de Wagner, el 25 de enero de l908 escribe en su Journal: “Me da horror la persona y la obra de Wagner, y mi aversión apasionada no hace más que aumentar desde mi infancia”, y acusa de esnobismo y superficialidad a sus admiradores.

En Cuverville recupera su pureza en la cercanía y la comunión espiritual con su ser amado, hasta l933, cuando Madeleine, al descubrir una carta que Marc Allegret dirigía a su marido, reacciona destruyendo la correspondencia que éste le había escrito desde su adolescencia. Gide sufre como si le hubieran matado a un hijo. Regresa a Cuverville pero termina el milagro de la comunión perfecta que siempre había tenido con su mujer y empieza su sufrimiento. Anota en su Journal: “Todas las veces que vuelvo a verla siento de nuevo que no he amado más que a ella; e inclusive me parece que la amo más que nunca.”

¿Hay que enjuiciar a André Gide por haber sacrificado con tanta inconsciencia a su esposa? Mejor responder con la exhortación de los Evangelios: ¡No juzguéis! Por otro lado, hay que creer al escritor que a lo largo de todos los años de su relación con Madeleine había estado siempre convencido de que amor y deseo eran sentimientos opuestos e irreconciliables (hasta que conoció a Marc Allegret) y, además, de que el deseo sexual era propio del hombre, y que de este deseo estaban excluidas las mujeres. En Et nunc manet in te de l951, en el que expresa su dolor por la muerte del ser más amado, explica: “Cuanto más etéreo era mi amor, más digno de ella me resultaba, conservando la ingenuidad de no preguntarme nunca si un amor totalmente desencarnado la satisficiera. No me inquietaba pues, en lo más mínimo, el hecho de que mis deseos carnales se dirigiesen a otros objetos. […] Los deseos, pensaba yo, son propios del hombre, y mi convicción de que la mujer no pudiera experimentar cosa semejante me mantenía tranquilo; o que sólo la sintieran las mujeres de mala vida.” Creo que detrás de esta convicción está presente la vida asexuada de su madre y de las figuras femeninas a su alrededor, “modelos de decencia, honestidad, pudor, a quienes suponer la más leve inquietud carnal sería injuriarlas”.

Durante sus largos vagabundeos y lejos del ascetismo y de la pureza de Cuverville, se abandona a la incontinencia y al desenfreno de los instintos carnales reprimidos y, más que la satisfacción del deseo, ama, como él mismo escribe, la tranquilidad que le sigue para poder trabajar. Reconoce la vanidad del deseo y cita a Calderón de la Barca, para quien el deseo era como una llama que convierte todo lo que toca en ceniza, de la que nada queda sino un polvo imponderable que cualquier soplo puede dispersar. Había que pensar, pues, sólo en lo que es puro y duradero (y puro y duradero fue el amor de Gide por Madeleine). Gide justificará su doble propensión citando al Baudelaire del Diario íntimo, quien sostiene que hay en todo hombre y en todo momento dos tendencias, una hacia Dios, otra hacia Satanás. Cuando en l923 Gide tuvo una hija con una amiga, no fue por interés a otras mujeres; su hija fue fruto de una “experiencia de laboratorio”, como dice Martin du Gard, y fue adoptada por Gide sólo después de la muerte de su esposa.

La vida de Gide no hizo más que provocar ataques, aversión y venenosas calumnias. Su gran amigo Roger Martin du Gard dice a propósito de él, citando a Henry Frank: “Es cien veces más atormentada la vida de los hombres que se han liberado de los dogmas, que la vida de un alma religiosa común.” Para la opinión pública Gide es, como se ha dicho, un gran corruptor de la juventud, un ser satánico. Circula un folleto titulado: Un malheur: André Gide. Después de publicar Los alimentos terrenales, se le acusa de haber provocado con su libro el suicidio de un joven. Gide no protesta, sufre pero no odia, y hace suya la afirmación de otro grande, Giuseppe Verdi: “Nosotros los artistas no llegamos a la celebridad más que a través de la calumnia.” Sin embargo, a veces Gide reacciona con humorismo y se abandona a la ironía y a la burla. Cuando Henry Béraud escribe: “La naturaleza siente horror de Gide”, éste le envía de agradecimiento una caja de chocolates.

La sinceridad, la autenticidad son para Gide la virtud más grande. Le repugna la mentira y el encubrimiento, y acusa a los católicos de no amar la verdad. En l911 escribe Corydon, con un gran sentimiento de plenitud y de liberación por declarar oficialmente su homosexualidad. Con argumentos pseudocientíficos y frágiles (sólo recientemente la ciencia ha comprobado que las preferencias sexuales están ligadas a la anatomía del cerebro y tienen un origen biológico, presente desde la primera edad, en el mismo feto), Gide afirma que la homosexualidad no es contra natura, ni una enfermedad ni un delito. Sin embargo, Gide no publica Corydon en el mismo año por las fuertes presiones de sus amigos. Lo publicará en 1924, citando una frase de Ibsen: “Nuestros amigos son peligrosos no a causa de lo que nos inducen a hacer, sino más bien a causa de lo que nos impiden hacer.”

Amigo de Marcel Proust, de quien ama su obra (se reprochará siempre el haber rechazado la publicación para Gallimard de la primera novela de Proust), pero no su esnobismo ni su veneración de la nobleza. Desaprueba el encubrimiento de Proust de su homosexualidad, su estrategia de presentar a los jóvenes con los que tenía relaciones como mujeres. Lo indigna sobre todo Sodoma y Gomorra donde el camuflaje de Proust, su sometimiento a la moral establecida, no hacía más que alentar la mentira, la cobardía general y la homofobia.

En Les caves du Vatican, de l915 que, junto con su Journal, considero su obra maestra, Gide lleva la disponibilidad, la libertad, el libre albedrío hasta los extremos del “acto gratuito” cuyo origen es indiscutiblemente dostoiewskiano, ya que el tema de la libertad es la médula de toda la obra de Dostoiewsky. Compuesto de cinco libros (más bien largos capítulos), cuyos personajes y acontecimiento se relacionan, Gide no llama a su libro novela sino justamente sotie, farsa, una burla narrada con una verve y un brío irresistibles, en la línea de la literatura cómico-humorística de Boccaccio y de Rabelais, sin ir más atrás. La sotie de Gide es una crítica mordaz e irreverente de la Iglesia católica y una parodia de sus ingenuos parroquianos, víctimas de la intriga, por cierto genial, urdida por el maleante Protos, quien propaga “en secreto” entre los tontos el falso encarcelamiento del Papa en Castel Sant’ Angelo por parte de la masonería que exige un fuerte rescate para liberarlo. Entre los protagonistas de la sotie resalta el retrato fascinante de Lafcadio, campeón del acto gratuito. Joven y bello aventurero, narcisista complacido con su bella figura, Lafcadio vive al día sin recursos, cuando de repente se descubre hijo ilegítimo de un conde que le deja una renta millonaria. En un viaje a Italia por tren, que desde Roma debería llevarlo a Brindisi para embarcarse hacia Oriente, Lafcadio mata cerca de Nápoles sin ninguna motivación, por un simple impulso, a un pasajero que se encuentra solo en su compartimento –resultará ser Fleurissoire, cuñado de su hermano Julius de Baraglioul, protagonista del tercer capítulo del libro–, empujándolo del tren en marcha (se trata del mismo Lafcadio que en París se había lanzado a una casa en llamas para salvar a un niño a quien ni siquiera conocía). No hay en Lafcadio remordimiento, lamenta sólo la pérdida de su bonito sombrero que la víctima, al defenderse, se lleva consigo. Sus escrúpulos empiezan sólo cuando será acusado del crimen su antiguo compañero de escuela y ahora estafador Protos, a quien Lafcadio rencuentra camuflado después de años. Decide entregarse a la justicia. La sotie de Gide cierra con esta determinación, y no sabemos si se cumplirá. Los homicidios resultados de un acto gratuito permanecen siempre sin solución, escribe Leonardo Sciascia en Todo modo, que termina con una larga cita de Les caves du Vatican. Sólo la literatura, afirma el escritor siciliano, puede ofrecer soluciones.

A menudo Lafcadio ha sido comparado al Raskolnicov de Dostoiewsky, quien separaba a los hombres comunes y corrientes de los hombres excepcionales –su modelo: Napoleón–, a quienes todo les estaría permitido. Sin embargo, el asesinato de la vieja odiada y odiosa usurera de Crimen y castigo no es fruto de un gesto inconsulto, de un impulso improviso o de un “capricho”, está planeado con determinación por Raskolnikov. A lo sumo, como lo sugiere Klaus Mann en su libro sobre André Gide, Lafcadio podría considerarse una especie de parodia del personaje de Dostoiewsky.

¿Y por qué no una autoparodia del mismo Gide, quien, al final de su largo, difícil y contradictorio camino en la búsqueda de la libertad, termina concluyendo que “la dicha del hombre no proviene de la libertad, sino que radica en la aceptación del deber”?