Hugo Gutiérrez Vega
Con Fuentes, Rita y Cecilia en Londres
Carlos Fuentes con su hija Cecilia |
Carlos, Rita y Cecilia vivían muy cerca de la tube station de Hampstead Heath. Nosotros residíamos en un vetusto apartamento que se ubicaba encima de la estación de Belsize Park. Nuestras hijas –“princesitas del Castillo de Belsize”, les decía Carlos–, jugaban diariamente con la vigorosa y simpática chiquilla que era Cecilia. Los fines de semana iban al Parque de Golders Green y se sentaban frente a la Sinagoga. Comían sponge cake y otros dulces estrambóticos y, algunas veces, se merendaban una buena ración de fish and chips puesta en una hoja de papel de estraza y regada con vinagre. Todo esto pasaba en el Londres laborista encabezado por Wilson. El estado de bienestar funcionaba eficientemente y la National Health era, sin duda, la mejor de Europa.
Un día, al filo del crepúsculo, Carlos Fuentes se disfrazó de Drácula (sombrero de copa, capa con vuelos rojos y colmillos sanguinolentos) y avanzó por los pasillos de la casa victoriana en la que reinaba Rita Macedo, actriz muy experimentada, entrañable y generosa amiga. Cecilia, Lucinda, Fuensanta y Mónica cumplieron el deber de asustarse y Carlos, muy orondo y satisfecho, hizo su mutis por la puerta del jardín.
Un día fuimos a cenar al restaurante indio de Chalk Farm y rematamos en el cine de Hampstead. Vimos Nazarín de Buñuel y le festejamos a Rita su prostituta sangrante y alcoholizada, vociferante y, en el fondo, buena y generosa. Nos emocionó su escena con Huguito el enano y Rita nos contó algunas anécdotas sobre el estilo artístico y humano de Buñuel.
La noche de fin de año nos reunimos los latinoamericanos londinenses en la casa del Drácula azteca. Carlos y Rita eran hospitalarios como pocos y nos ofrecieron una cena opípara. Los invitados eran Mario Vargas Llosa, Miguel Ángel Asturias, Guillermo Cabrera Infante, José Emilio Pacheco, Antonio Cisneros, José Carlos Becerra, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, José Donoso, Fernando del Paso y este bazarista.
La mayoría íbamos sujetos a la amable conducción de nuestras compañeras, que, junto con Rita, llevaban bien controlados los ritmos de la reunión. Miriam y Guillermo llegaron cargando un monumental pastel de chocolate decorado con rosas de alfeñique. Lo comimos con gusto y, cuando terminamos, Guillermo nos preguntó si no habíamos notado un under taste. A mí me pareció que efectivamente todavía sentía vivo en el paladar un peculiar sabor vegetal. Guillermo nos informó que nos habíamos zampado unos buenos gramos de hachís de primera clase, keniano para ser más preciso. Todos nos apresuramos a gozar los efectos de la curiosa mezcla de chocolate y resina de marihuana. Sólo Mario, inexperto en esas lides, se sintió fatal y tuvo que recostarse para no caer redondito en la alfombra del salón. Tardó en reponerse (su tía, sin duda, andaba flotando en el fondo del soponcio) y en unirse a nosotros en esa risa incontrolable que sabe obsequiar la “yerbabuena” del poema de Tablada: “En la más sincopada de las rumbas/ préndeme tu vacuna ¡oh mariguana!/ universalizando el incidente”.
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