Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de febrero de 2012 Num: 884

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Casanova, libertad
y transgresión

Vilma Fuentes

Reflexiones de un
crítico creador

Ricardo Yáñez entrevista con Sergio Cordero

Efraín Bartolomé canta
Juan Domingo Argüelles

Los usos del lenguaje: nombrar para dominar
Clemente Valdés S.

Ígneo
Raquel Huerta-Nava

Musil, El hombre sin atributos y el filisteo burgués
Annunziata Rossi

Pasolini, pasión de poeta
Rodolfo Alonso

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Foto: José Carlo González/archivo La Jornada

Efraín Bartolomé canta

Juan Domingo Argüelles

En un ensayo famoso, pero sobre todo precioso, de sus Divagaciones literarias (“Libros que leo sentado y libros que leo de pie”), el gran José Vasconcelos escribió:

“Para distinguir los libros, hace tiempo que tengo en uso una clasificación que responde a las emociones que me causan. Los divido en libros que leo sentado y libros que leo de pie. Los primeros pueden ser amenos, instructivos, bellos, ilustres, o simplemente necios y aburridos; pero, en todo caso, incapaces de arrancarnos de la actitud normal. En cambio los hay que, apenas comenzados, nos hacen levantar, como si de la tierra sacasen una fuerza que nos empuja los talones y nos obliga a esforzarnos como para subir. En éstos no leemos: declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración.”

Mientras leía el nuevo libro de Efraín Bartolomé, Cantando El Triunfo de las cosas terrestres, de pronto me incorporé de la silla y comencé a caminar sin dejar de leer. Y ya no leía; declamaba. Alzaba la voz del modo más natural, porque así me lo exigía el poema.

“Mi corazón tiene también hambre de cielo/ Tiene hambre de ebriedad/ Hambre de arroyos limpios/ Hambre de ráfagas y de cascadas/ Hambre de claridad/ Hambre de nube”, leía en alta voz y caminaba, y entonces comprendí con precisión a qué se refería Vasconcelos al afirmar que hay libros que nos arrancan de la actitud normal, porque nos levantan “como si sintiéramos revelado un nuevo aspecto de la creación; un nuevo aspecto que nos incita a movernos para llegar a contemplarlo entero”.

Esto es, exactamente, vasconcelianamente, lo que me ha sucedido con Cantando El Triunfo de las cosas terrestres (Universidad de Ciencia y Tecnología Descartes/ Juan Pablos, México, 2011), un libro que se lee con sobresalto, con ansiedad y conmoción.

Los “libros radicalmente insumisos”, como los definía Vasconcelos, no nos toman el pelo, sino que, literalmente, nos toman del pelo y nos levantan de nuestra comodidad para que realmente veamos; para que no leamos únicamente, sino para que vivamos, de algún modo, lo leído: son los libros que alientan nuestro humano impulso a ponernos de pie y a seguir oyéndolos, es decir viviéndolos, mucho tiempo después de haber cerrado sus páginas.

Siendo un libro no convencional que, en sus dos caras (verso y prosa) rinde honor a Jano, Cantando El Triunfo de las cosas terrestres nos habla del pasado y el porvenir, pero también nos inquieta mostrándonos el presente en un recorrido por una región ignota de la naturaleza chiapaneca (la reserva natural de El Triunfo) que sobrevive heroica en su fragilidad: amenazada por lo que se denomina el “progreso” y por lo que muchas veces es solamente una destrucción sin posibilidad de retorno. Ojalá que este libro conmueva conciencias y ayude a proteger esa hermosa reserva natural.

El lector, con los ojos del poeta que explora, ve, mira y contempla la vegetación, las aves, los grandes árboles y los otros animales: igual las mariposas y los insectos que los raros mamíferos y los reptiles; admira los verdes tornasolados del quetzal y los azules cielo y el vuelo y el prodigio de la tangara cabanisi. Y canta –“bajo el follaje del encino mayor– toda la gloria de la vida y la armonía de las cosas. El lector, con los oídos del poeta, escucha los trinos, los gorjeos, los silbos, los siseos de las maravillosas criaturas del aire. El poema vuelve a ser la palabra esencial para nombrar las cosas; para fundar el paraíso y para describirlo inolvidablemente.

El poeta nos hace mirar detenidamente los verdes fulgores de las hojas, los intensísimos colores de las alas y nos pone a escuchar los inéditos trinos, gorjeos y cantos de las aves. Así, el lector ve y escucha y siente el magnífico ritmo de la selva.

La poesía abre brecha, dice cosas, describe ambientes, muestra estropicios, enaltece cielos magníficos, centra nuestra mirada y nuestros oídos en la experiencia maravillosa y, paradójicamente, en medio de la selva de las palabras, esta maravillosa poesía no se anda por las ramas.

Nos lo pueden decir los ecologistas y los conservacionistas, pero también nos lo dice el poeta (¡y de qué modo!), para que veamos, para que comprendamos, para que entendamos que la poesía no está aquí para aburrir a nadie, sino para enseñar a mirar y a contemplar lo que muchos ni siquiera ven, o si lo ven jamás lo observan.

Al leer en voz alta las páginas de Cantando El Triunfo de las cosas terrestres la poesía de Bartolomé nos entrega todo su provecho: su savia vital, su música viva, su pensamiento y su emoción. La alta voz hace el milagro de sentirnos como si estuviéramos en los pies del poeta, explorando el universo nuevo y contemplando por primera vez los colores iridiscentes, irisados, del quetzal, el rojo cuerno del pavón y la magnificencia de los altísimos árboles y de los grandes helechos prehistóricos.

La historia que relata Efraín Bartolomé en su nuevo libro es la historia de un pasado respetuoso por la naturaleza ante un presente irresponsable en relación con esa misma naturaleza. Es la historia del respetuoso pretérito hacia el entorno frente a la destrucción invasiva o la amenaza siempre latente de un hoy, de un ahora antipoético que ha perdido el sentido, el valor y la simple noción de lo sagrado.

Escribe el poeta: “Parado en la hojarasca nutricia/ en que se hermanan todos los árboles del bosque/ Hechizado por aquel denso abismo de follaje y niebla/ el temazate rojo mira el mar/ Barbas del árbol viejo mecidas por el viento/ Largos festones de musgo amarillento/ ¿qué está mirando el temazate rojo así tan quieto?/ El sol cruza el follaje/ Da lengüetazos de oro sobre la suave piel/ del temazate rojo que mira el mar/ Él contempla el abismo. / Yo lo miro temblar”.

De nada sirve un poema si no lo hacemos nuestro. Y al formar parte de uno, lo leído, con emoción, con conmoción, con angustia o anhelo, hacemos también nuestro lo que canta el poeta: ese rico universo, El Triunfo, nuestro Triunfo, al que exige salvar de la garra antiética y la pezuña antipoética.