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Dos estampas
Aura Martínez |
Enfermedad en familia
Es junio del año pasado y el dolor es profundo y convulso, se alarga, cual aguja, para clavarse mejor. Cada poro era un manantial, salado y frío, que se deslizaba por aquella superficie, que antes se distinguiera por sus relieves uniformes, de suavidad invitante, y que ahora, era al tacto un arado accidentado, áspero e hirviente.
A la abuela, la envolvía una nube que golpeaba con su humedad tibia, muy distinta a la del verano, aunque igual sensible y respirable, pero con un olor a encierro y un humor antibiótico y a antibióticos bien conocido por todos los que la acompañaban. El ambiente estancado, en su ansía de escapar, se apretaba contra la piel de cada uno, de forma tal, que sentían como si se les pegara más a los huesos, les dolía.
Entonces, sonidos estruendosos desgarraron el silencio de la escena, y tras ellos, salpicaron el espacio dos voces femeninas y una masculina, con su tono acusador, atacó el uno a las otras y llenaron el cuarto con sus culpas, que en esa voz baja eran tan dolorosas como estridentes los dolores que mantenían a la abuela cocida a la cama, y así, se sumó otra voz ronca y otra y la siguieron todos, como una orquesta macabra, ahogando la atmósfera por unos minutos (que se hicieron eternos) hasta que una voz de niña, trayendo además aire nuevo al cuarto, pidió algo en tono alegre y cantadito.
Cada una de las voces entonces se acercó al manantial hirviente y se escuchó un beso tronado y dos o tres palabras de cada una, todas con una mezcla de culpa y alivio; al final, fue la voz tierna la que se despidió – buenas noches abuelita, vamos a ver el partido, duérmete un ratito. Y la atmósfera se desahogó de la miseria… los 45 minutos del clásico de futbol.
Tempranito
Caminaba sobre un piso suave, acolchonadito, celestial. Sentía humedad en el pecho pero no estaba mojada, el entorno era de un blanco enceguecedor así que seguí mi intuición hasta llegar a unas puertas abiertas, de herrería dorada y altura infinita. Lo entendí, había muerto y, contra todo pronóstico, ¡me voy al cielo!... ¡a huevo!..., me encarreré para entrar a lo grande y… ¡puuuta madre! El speed metal del celular de José Luis sonó al otro lado de la cama. Me puse a pensar que al menos cuando me toque ya en serio, podré distinguir a dónde iré por la música con la que me reciban. Todavía con los ojos cerrados, intenté evadir a mi amorcito y bueno, en algún sentido fui muy eficiente: le di un cachetadón y le piqué el ojo, pero no lo desperté; claro, mi jarrito, todo ternura, me dio un rodillazo y me inmovilizó con sus brazos, entonces supe porqué tenía el pecho húmedo, el muy cabrón me aventó todas las cobijas y yo sudaba como en sauna.
Todavía con el ruido infernal a todo lo que daba, intenté zafarme, lo que él interpretó como un intento de seducción y (¡¿cómo chingados no?!) me apretó para arrimármela, robándome la poca capacidad de acción que tenía. Lo bueno es que, para “eso”, el niño sí se despierta, entonces escuchó su “alarmita”, agarró el teléfono y al ver la hora reaccionó: ¡ay gooei! ¡¿Tan temprano y ya andas caliente mi amor?! Son las 5:30, pero… si quieres…
Yo, después de todo ya estaba bien despierta, me dejé llevar, aunque los dos olíamos entre horrible y bonito… a encamorrado. Después de un buen fajecín, me di el lujo más bello de cuando a uno lo despiertan muy temprano… ¡lo dejé con las ganas! y le pregunté… ¿qué se siente?, la cara que puso me saca todavía a las 9 de la noche (que ya voy a salir para verlo) la misma sonrisa que a las 5:40 de la mañana, así que, salvo la deuda que me recabará cuando llegue al depa, al final día, lo más importante fue cómo empezó.
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