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Política

2023-07-06 07:34

Adolfo Gilly, el último de los mohicanos / Luis Hernández Navarro

Adolfo Gilly visitó a los presos de San Salvador Atenco en el penal de Molino de Flores, en el estado de México, el 29 de mayo de 2009. En la imagen, con el actor Daniel Giménez Cacho.
Adolfo Gilly visitó a los presos de San Salvador Atenco en el penal de Molino de Flores, en el estado de México, el 29 de mayo de 2009. En la imagen, con el actor Daniel Giménez Cacho. Francisco Olvera

Adolfo Atilio Malvagni Gilly, mejor conocido como Adolfo Gilly, acumuló a lo largo de casi 95 años de vida países, revueltas y asaltos al cielo. Como los viejos bolcheviques, fue, durante buena parte de su existencia, un conspirador profesional ducho en las artes del silencio y el secreto, que sufrió persecuciones, cárcel y exilio. Sobrevivió para contarlo. Maestro normalista y corrector de pruebas en una editorial, combinó el periodismo con la academia, la historia con el presente y la teoría con la práctica.

Como hacen los revolucionarios, organizó su vida contra la coacción y la opresión. Nació en Argentina en 1928 y se nacionalizó mexicano en 1982. Vivió en Bolivia, Italia, Francia, Guatemala, Estados Unidos y Cuba. Su trayectoria se confunde con las gestas libertarias de América Latina. En 1964 acompañó a Salvador Allende en su campaña presidencial. Estuvo en su casa, revisó sus libros y anduvo en fábricas y mercados de Santiago de Chile.

Se encaminó a la rebelión por la vía de sus sentimientos y no de los pensamientos. Primero fue su compromiso revolucionario y luego los libros. Inicialmente militante de la Juventud Socialista (1946), se incorporó en 1949 después a la corriente posadista de la Cuarta Internacional trotskista. Como explicó a la revista Monthly Review, se acercó a ella después de leer dos artículos del autor de La historia de la revolución rusa “sobre Lázaro Cárdenas que analizaban las continuas oscilaciones del gobierno mexicano posrevolucionario entre la subordinación al imperialismo y la defensa de los intereses de los trabajadores. En su opinión, el cardenismo era una forma sui géneris de bonapartismo, que intentaba elevarse ‘por encima de las clases’, haciendo concesiones a los trabajadores con el fin de asegurarse cierto espacio de maniobra contra el capital extranjero. Me sentí vivamente impresionado por la fuerza de los argumentos de Trotsky”.

Adolfo vivió cuatro años en Bolivia (de 1956 a 1960), un país atravesado por la efervescencia de la revolución de 1952. La experiencia de las milicias mineras armadas lo marcó por el resto de sus días. Aprendió allí, entre otras muchas cosas más, que una revolución no es una fiesta. Es un sacrificio obligado y amargo, al que nadie va por propia voluntad, sino porque ya no queda otra. Es un gran acto de lucidez colectiva, no una locura o una improvisación. Por eso, sostenía, había que referirse a ella con afecto, humildad y respeto.

Se integró al secretariado del Buró Latinoamericano de la Cuarta Internacional, de la tendencia de Michel Pablo, inclinada a reconocer la importancia de los movimientos en los países subordinados como forma específica de la conciencia subalterna formada en sus experiencias históricas. Por ejemplo, el cardenismo en el caso de México. Era –como él reseñó– una escuela marxista propensa a considerar la necesidad, para los socialistas, de mantener sus ideas, su programa y su trabajo teórico y organizativo propio sin separarse de la evolución y la lucha de los subalternos agrupados en esos movimientos. Entre 1962 y 1963 vivió en Cuba, hasta que chocó frontalmente con Fidel Castro.

Conoció a Camilo Torres en Colombia. En un viaje lo buscó por medio del rector de la Universidad. El sacerdote le preguntó por la guerrilla guatemalteca. Lo llevó por distintos lugares. Era un tipo bien parecido y bien plantado.

Torres le contó cómo la curia quería enviarlo a Lovaina y de no hacerlo perdería el derecho a llevar la sotana. A él en lo personal no le importaba hacerlo. “Llevo a Cristo conmigo, somos amigos, hablamos”, le dijo. Sin embargo, sabía que sin ella podría perder autoridad ante las comunidades campesinas. Gilly le sugirió que hiciera una consulta con los campesinos. La muerte de Camilo le pareció un absurdo.

Acompañó al Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13) de Yon Sosa en Guatemala. Estuvo en México por primera ocasión en 1964, para escribir un reportaje para la revista Marcha sobre la guerrilla en aquel país. Regresó en marzo de 1966 a ver qué podía hacer para reorganizar el movimiento chapín, pero a los 15 días fue detenido. Fernando Gutiérrez Barrios diría después que le había salvado la vida. Pasó seis años en la cárcel en México: desde 1966 hasta 1972.

En Lecumberri estuvo con otros compañeros de su partido (el Partido Obrero Revolucionario Trotskista) y con Víctor Rico Galán. Como estaban aislados, cocinaban en común. Se turnaban los días en que cada quien guisaba. Leyó a Hegel. Fue víctima de un proceso a sus ideas, sin sustento en hechos. Finalmente, en marzo de 1972, la Suprema Corte de Justicia resolvió que no había delito que perseguir, lo absolvió de todos los cargos y lo puso en libertad. Del Palacio Negro lo llevaron al aeropuerto y de ahí a París. Uno de los policías que lo acompañaban subió al avión con él, lo felicitó por su libro, le dio un abrazo y le deseó la mejor suerte en Francia.

Durante los años en prisión escribió una obra medular de la historiografía sobre el movimiento armado de 1910-1917, La revolución interrumpida, con una pregunta central: ¿qué demonios quería la gente? Nunca podía terminar el capítulo sobre la Comuna de Morelos, porque se le llenaban los ojos de lágrimas. Fue el punto de partida para elaborar una caracterización trascendental sobre el Estado mexicano, tan polémica como imprescindible.

Se publicó en junio de 1971, meses antes de salir libre, en mucho gracias al dirigente electricista democrático Rafael Galván, militante trotskista en su juventud y nacionalista revolucionario en su madurez. A las manos del líder obrero llegó uno de los originales del libro, rechazado por varias editoriales. Dejó el manuscrito sobre su escritorio y un día comenzó a hojearlo. Lo leyó completo en una noche. Al día siguiente convenció a Manuel López Gallo de publicarlo.

Galván era parco en dispensar elogios. Pero una mañana, en el local que tenían en la calle Zacatecas en la Ciudad de México, comentó a sus compañeros: “Les voy a contar lo que me dijo un campesino de Morelos, viejo oficial zapatista, sobre el libro de Gilly. Decía que el nombre de Gilly no es el verdadero y que debe ser hijo de algún zapatista, porque aquí cuenta cosas que nadie conoce y ellos les contaban a sus hijos, y está contado igual”.

Octavio Paz se sumó a una larga lista de personalidades que exigieron la libertad de Adolfo. En una carta a Gilly desde Cambridge, publicada en la revista Plural en 1972, el poeta le dijo: “Usted escogió el socialismo, por eso está en la cárcel. Este hecho también me lleva a mí a escoger y a condenar a la sociedad que lo encarcela. Así, al menos en ciertos momentos, nuestras diferencias filosóficas y políticas se disuelven y se resuelven en esta proposición: hay que luchar contra una sociedad que encarcela a los disidentes. Ya es hora de terminar. Espero que a mi regreso podamos continuar esta conversación al aire libre. Si no fuese así, iré a visitarlo a su celda en la prisión de Lecumberri, esa prisión que empieza a convertirse, según Womack, en nuestro Instituto de Ciencias Políticas. Cordialmente, Octavio Paz”.

Al salir preso se exilió en Francia y en Italia. En 1974 fue expulsado de su partido. Se quedó solo con su alma y unos pocos amigos. Regresó a México al final del sexenio de Luis Echeverría por mediación de Carlos Fuentes y Javier Wimer, quien trató el asunto con el mandatario. El Presidente le respondió: “Que regrese si quiere”.

Ya en México, incansable, Adolfo acompañó la lucha de los electricistas democráticos, se incorporó al Partido Revolucionario de los Trabajadores, donde, en 1982, en el contexto de la campaña electoral de Rosario Ibarra a la Presidencia, acuñó el lema “¡Arriba los del abajo!” Desempeñó un papel fundamental en acercar corrientes socialistas a la Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y participó en la fundación del Partido de la Revolución Democrática. Fue un destacado interlocutor del zapatismo (como da cuenta su hermoso libro Chiapas, la razón ardiente). Consideraba que los movimientos sociales son en realidad la forma social de movimientos políticos y tocan profundamente la política.

Intelectual público que hizo del periodismo su tribuna, colaborador de Marcha, UnoMásUno y La Jornada, defendió desde las páginas de este diario las más diversas causas: el movimiento del CEU en la UNAM (1986) y la huelga estudiantil universitaria de 1999-2000, se solidarizó con las viudas de los mineros de Pasta de Conchos y apoyó las movilizaciones de la APPO, de Atenco y por la presentación con vida de los 43 de Ayotzinapa.

Adolfo Gilly, el último de los mohicanos, honesto, éticamente congruente, erudito y sensible, consideraba que el marxismo siempre es revolucionario. Se formó dentro de las tradiciones republicanas socialistas provenientes de las revoluciones francesa, rusa y mexicana. Afirmaba que hermano es quien sabe ser hermano. Siempre supo serlo.

Twitter: @lhan55

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