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2023-03-04 09:35

Una desgracia trajo el éxito a Jacinto Licea

El histórico entrenador de futbol americano, Jacinto Licea, quien cumplió 100 años en enero, ostenta 9 títulos como 'head coach' en el Instituto Politécnico Nacional. Cuenta a 'La Jornada' que eso no hubiera sido posible sin el infortunio familiar que surtió efecto dominó en su vida. Foto Roberto García Ortiz

Ciudad de México. Una desgracia familiar surtió un efecto dominó en la vida de Jacinto Licea, histórico entrenador de futbol americano en México, quien cumplió 100 años de edad el 27 de enero. Los nueve títulos que tiene como head coach en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) no serían parte de su vida, revela, si su padre no hubiera aceptado la petición que le hizo Lázaro Cárdenas.

El general, en ese entonces gobernador de Michoacán (1928-1932), pidió a su progenitor entregar un salvoconducto a un grupo de rebeldes cristeros que se negaban a deponer las armas en Chinicuila del Oro, hoy día Villa Victoria, pueblito enclavado en las montañas del norte de Michoacán.

“En el área donde vivíamos quedaba un grupo de guerrilleros. De los últimos en el movimiento cristero. El cabecilla que los dirigía ya no quería pelear; entonces, necesitaba un salvoconducto para acabar con el conflicto armado. Por ello, Cárdenas fue a hablar con la gente del pueblo”, comentó a La Jornada el doctor Jacinto Licea.

El miedo que le tenían los lugareños al sacerdote local era tal que nadie aceptó ser el mensajero del gobernador. En Chinicuila nadie quería problemas.

“Todos le sacateaban

“Todos le sacateaban”, recordó el coach. El único que sacó el pecho y se envalentonó fue el señor Benigno. El padre de Jacinto aceptó entregar el indulto bajo una condición.

“Mire, señor Cárdenas, lo único que le pido es que si no regreso se encargue de mi familia”, fueron las palabras de su progenitor a principios de la época de los años 30; su hijo las rememoró como si se las hubiera dicho ayer.

Benigno, quien se dedicaba a las labores del campo, nunca volvió. Lo fusilaron, lo envolvieron en un petate y lo aventaron al río.

La desgracia familiar fue el inicio de la historia de éxito de Jacinto.

Años después, el general Cárdenas, quien fundó el IPN en 1936, cumplió cabalmente su palabra y apoyó a la familia Licea, en ese momento conformada por 16 hijos. Los trajo a la Ciudad de México, adonde Jacinto Licea arribó a los ocho años; su destino con el deporte de las tacleadas estaba cerca de cristalizarse.

Don Jacinto no usa bastón y camina con paso firme en su casa, recorre el área en la que se exhiben sus logros y recuerdos; los muestra con orgullo, pero hay uno en particular que resalta por encima del resto. Es el retrato enmarcado de sus padres en blanco y negro, y lo señala con honra. Más adelante, con la mirada puesta en el tiempo, asimila en la comodidad de su sala: “Definitivamente no estaríamos conversando de futbol americano si no le hubiera pasado esto a mi papá”, admitió.

Jacinto y su hermanos fueron instalados en un internado capitalino que lleva por nombre Los Hijos del Éjército. En la secundaria Rafael Dondé, un espigado joven tuvo su primer contacto en una escuela del Politécnico. También fue su primer acercamiento con el americano.

“Era rápido como jugador, pero tenía cuerpo de perro”, dice entre risas. “Subí a la Liga Mayor de tacle y pesaba 64 kilos”.

Agregó que Salvador Sapo Mendiola, gran entrenador y formador, lo convenció de unirse a los Burros Blancos, pese a su negativa y su poco peso para desempeñarse en una posición donde la corpulencia predomina.

En palabras de don Jacinto, la faceta de coach la disfrutó más. Le sobran razones. Cuatro títulos con el Poli Guinda (1960, 1963, 1964 y 1965) y cinco con las Águilas Blancas (1973, 1981, 1982, 1988 y 1992), y qué decir de sus innumerables anécdotas. Una de ellas con el head coach Barry Switzer, campeón con los Vaqueros de Dallas y cuatro veces con la Universidad de Oklahoma. “Era muy cuate mío, incluso una vez cenamos pozole aquí en mi casa”.

Conoció también al histórico padre Lambert, primer entrenador en jefe en hacer campeón al IPN en 1945. “Yo lo traje por segunda vez. El equipo me designó para que fuera a Estados Unidos a convencerlo; él ya no quería venir a México”, comentó. Del reverendo Lambert aprendió mucho, “menos a rezar”.

El boom

Recuerda con cariño el boom (años 50 y 60) del futbol colegial en México. “Es el único deporte estudiantil que te llena un estadio”, manifestó el entrenador.

En 1972, estuvo presente ante los más de 100 mil espectadores que presenciaron el clásico colegial entre el Poli y la UNAM.

“Esa vez se llenó el estadio y quedaron como 5 mil personas fuera.”

La popularidad era tan desbordada que “juegos de Intermedia tenían entradas de 30 a 35 mil aficionados en el Olímpico”.

Manifestó que la época dorada del futbol americano colegial en México no sólo se apagó por la matanza de Tlatelolco y la creación de los porros, sino que el tema económico también fue parte de la caída en el arraigo popular.

“La relación de la matanza de Tlatelolco con el futbol americano no es tanto. El movimiento era estudiantil y no deportivo.

“El problema tiene un aspecto económico importante. La utilería es cara. Ahora ya la ropa se hace aquí en México, pero antes todo se traía de Estados Unidos”, indicó el también doctor en medicina por el IPN.

Considera que “hubo un antes y un después” tras la matanza del 2 de octubre de 1968.

Y la llegada de los porros “afectó bastante la popularidad”, puntualizó el también aficionado a los Vaqueros.

Era tal el apego del futbol americano universitario en la sociedad, que el cine mexicano utilizó este deporte para filmar varias películas. Además “era clásico que los mejores artistas querían retratarse con los jugadores en aquel tiempo. Después hubo una baja en ese aspecto”.

Don Jacinto Licea, quien dedicó 63 años a su vocación de entrenador (1948-2011), si algo ya no extraña es dirigir. Prefiere relajarse en su amplio sillón. Ahí se sienta a leer las noticias y a seguir los partidos por televisión, no importa si es de los Vaqueros o de sus Chivas, porque al soccer también le sabe.

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