l maestro Rubelio Fernández Dorado es uno de los pocos vasos comunicantes vivos entre el movimiento magisterial de 1956-60 y los afanes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). En su biografía se suman más de 67 años de batallas por otro mundo. Con los recuerdos de la epopeya gremial de fines del medio siglo pasado grabados a flor de piel, cuenta lo que vivió aquellos meses como si hubiera sucedido ayer.
Durante años, mezclando mi experiencia en las luchas de los profes, lecturas de libros y folletos, las charlas con Rubelio, pero, también, con los profesores Jesús Ortega Macías y Othón Salazar y un poco de imaginación, me figuré las gestas del Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM) a finales de los años 50.
Pero, esas evocaciones soñadas, se desmoronaron como terrón de azúcar en una taza de café, al llegar a mis manos las fotografías sobre el othonismo de Rodrigo Moya, fotógrafo de acción y simpatizante de las causas sociales. Fue un relámpago. Esas imágenes poderosas y vívidas se mezclaron con los relatos de Rubelio o de Jesús, hasta convertirse en una misma historia. Donde había pinceladas o sombras, aparecieron nítidamente rostros, paisajes, campos de batalla, marchas y mantas. Recupero tres fotos de aquellos años, sorprendentemente actuales.
En 1956, en las orillas de la metrópoli, en una escuela de lo que hoy es Nezahualcóyotl, Moya retrató una humilde aula con paredes de ladrillo sin revestir, con alumnos con el cabello muy corto, de entre ocho y nueve años de edad, que escuchan atentos a su maestra, sentados en pupitres de madera. En el pizarrón, con tiza, la docente escribió con perfecta caligrafía las enseñanzas del día: Los niños deben de ser amables. La pobreza no es vergüenza. La niña se llama Rosa
. La bautizó como La lección. Se publicó casi 10 años después, el 14 de julio de 1965, en Sucesos para Todos. De realidades como esa surgió el MRM.
Aunque no era muy alto de estatura, en la instantánea publicada en la revista Impacto en 1958, el maestro Othón parece un gigante. Demostró serlo. Impecablemente vestido de traje y corbata, con 34 años de edad a cuestas, trepado en los hombros de sus compañeros de lucha, seguro de sí mismo, se levanta por encima de la multitud y parece mirar hacia un porvenir lleno de triunfos. La mirada y el oficio de Moya atrapan la enormidad de la talla moral y política del dirigente magisterial comunista, quien, en 2008, murió entre su gente, en una sencilla cama de bambú y petates, y fue enterrado con un ataúd envuelto en bandera roja con la hoz y el martillo.
La tercera foto es en realidad un collage armado con varias instantáneas en torno al eje de la represión, en las que se muestran las razones
de los toletes de un gobierno convencido de que la letra sólo con sangre entra. Poniendo el cuerpo por delante, sin recurrir al telefoto, Moya documentó, entre gases lacrimógenos, macanas y piedras, la acción de policías y golpeadores contra los mentores. Realmente se la jugaba al hacer su chamba.
Generoso y solidario, donó muchas de esas imágenes a los normalistas rebeldes de la revista Arriba, escrita y coordinada por el poeta y periodista Alberto Domingo. “Mi orgullo –escribió en El telescopio interior– era ver las páginas del reportajillo central ocupado por mis fotos, casi en miniatura. El crédito por mi trabajo era la única y gran retribución”. Otras más se difundieron años después en Sucesos para Todos como parte del reportaje La violencia en México
, firmado por Pico Palino, el sobrenombre que usaba con su amigo y camarada Froylán Manjarrez.
Su empatía con la causa docente, le permitió a Moya tomar fotos que ningún otro reportero gráfico de la época captó. Así, estuvo en la guardia permanente en el edificio de la SEP, que los insurrectos instalaron entre el 30 de abril y el 5 de junio de 1958. Fue el único fotógrafo al que dejaron entrar.
Su complicidad con los profes venía de atrás. Desde 1956 comenzó a documentar sus afanes y resistencias, gracias a su amigo y cómplice Alberto Domingo, y a la esposa de éste, maestra disidente. Tenía el pulso de los acontecimientos. Cuando, a pesar de que su principal dirigente estaba preso, los profesores de primaria de la Ciudad de México arrancaron el reconocimiento de su conquista gremial, Rodrigo publicó un excelso reportaje gráfico con el título de: Othón Salazar triunfa, desde su celda, en la sección novena del magisterio
.
Cuando la censura gubernamental sobre la cobertura informativa de la insurgencia sindical cerró los espacios en la prensa escrita, entregó algunos materiales a la revista, obsequió otros a los trabajadores de la educación rebeldes y guardó varios en un archivo personal, que años después comenzó a ordenar junto a su esposa Susan Flaherty.
Varias de esas fotos sobre el consciente proletariado magisterial de aquellos años, muchas inéditas, alojadas en su laberinto con pozos y pasadizos
de Cuernavaca, aparecieron en tinta y papel en un especial de este diario, publicado el 15 de mayo de 2008, Día del Maestro, acompañadas de su ensayo El poder la de la fotografía contra el olvido
(https://shorturl.at/vdXez).
“Hoy –escribió allí con enorme generosidad–, 50 años después, mi homenaje personal a aquellos luchadores ya desaparecidos o acallados es entregar a La Jornada aquellas imágenes que en su tiempo no tuvieron cabida porque no agradaban a la Santísima Trinidad (el señor Presidente, el Ejército y a la Virgencita de Guadalupe).
Los profes insumisos, esos que Rodrigo retrató desde 1956, hoy encarnados en la CNTE, esos que cada día enseñan a los niños en precarias escuelas de periferias y zonas rurales que la pobreza no es vergüenza
, mientras combaten por un país más justo, tienen un deber con el reportero gráfico que capturó su esencia, retrató su digna rabia e hizo de la fotografía una herramienta de la memoria.
X: @lhan55