a nueva Constitución chilena redactada por el ultraderechista Partido Republicano fue rechazada por 55.76 por ciento de la ciudadanía, con lo que se cierra el ciclo de reforma institucional que arrancó hace cuatro años mediante las multitudinarias protestas en contra de la desigualdad, la rapacidad neoliberal elevada a ley suprema de la República, la simulación de democracia y el absoluto divorcio entre la clase política y las grandes mayorías.
Si es motivo de alivio que poco más de la mitad de los chilenos se haya pronunciado contra un texto regresivo que habría exacerbado todos los males del país, resulta frustrante que éste sea el desenlace de un proceso que por momentos permitió vislumbrar una salida luminosa a la larga noche neoliberal impuesta hace medio siglo por la sanguinaria dictadura de Augusto Pinochet. De haberse aceptado la nueva Constitución, el pinochetismo habría obtenido legitimidad democrática. Con el rechazo, los chilenos repudiaron a la ultraderecha actual, pero se condenaron a seguir siendo gobernados por las leyes que redactó un equipo de genocidas.
A partir del 25 de octubre de 2020, cuando 78 por ciento de los votantes se expresó a favor de una nueva Constitución que sustituyera la heredada del pinochetismo, la nación austral ha sufrido una trágica involución en la que un importante sector del electorado se replegó hacia los peores instintos alimentados por las oligarquías y convertidos en sentido común durante la tiranía. En noviembre de 2021, el confeso admirador de la dictadura José Antonio Kast ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales y, aunque fue derrotado en el balotaje por el actual mandatario, Gabriel Boric, ya entonces quedó claro el vuelco hacia el conservadurismo. Por ello, fue doloroso, pero no sorpresivo, que en el referendo de septiembre de 2022, 68 por ciento de los electores se pronunciara contra el texto constitucional redactado por las fuerzas progresistas.
De este modo, tras los inmensos sacrificios de estudiantes, trabajadores, ambientalistas, pueblos indígenas y otras fuerzas progresistas que obligaron a la clase política a aceptar que la Carta Magna emanara de la voluntad popular y no de los designios de una junta militar, Chile ha vuelto al mismo escenario en que se encontraba hace cuatro años. Este final, si es que no marca el inicio de un nuevo ciclo de movilización y concientización, sólo puede interpretarse como la estrepitosa derrota de un esfuerzo inédito por la democratización y la justicia social en un país que sufre como pocos el contraste entre una clase dominante obscenamente rica y la negación de los más elementales derechos a las mayorías.
Ante la confusión ideológica y la parálisis política de un gobierno en el que se depositaron grandes expectativas de cambio, sólo cabe esperar que el pueblo encuentre los caminos para reorganizarse y recuperar la claridad acerca de sus propios intereses, así como del error fatal que es caer en las narrativas derechistas que arrojan sobre los más desfavorecidos las culpas de las catástrofes causadas por un modelo económico elitista y antisocial.