Adiós, niñitos, adiós
ba y venía por la casa a su capricho, como si fuera un pariente esperado, una vecina de confianza o una de esas noticias que llegan y se esfuman tan rápido como el humo de los cohetones que anunciaban su llegada y luego se recuerdan una y otra vez tan puntualmente, como las fechas de nacimiento, los aniversarios, las despedidas, los fallecimientos. Aparecía sin aviso previo para llevarse a alguno de nosotros sin motivo, o por la edad, un dolor de costado, un piquete de araña, la inapetencia de semanas causada por la tristeza o la voluntad de Dios.
Contra los designios del Todopoderoso –parece que la oigo decir a Ella– , nadie puede oponerse, ni menos la voluntad pequeñita de un niño que viene al mundo sólo para morir y se va silencioso, o entre gemidos lastimeros, que se escuchan con el aliento contenido y resignación seca ya de lágrimas hasta que se transforman en el último resuello y al fin se confunden con el silencio.
A pesar de esas evidencias de ausencia de vida, Ella seguía acunando a su hijo con inútil esperanza, ternura, suavidad, como si no quisiera despertar de su descanso eterno al recién nacido esperado durante nueve meses que solían convertirse en siete o nueve, inexplicable tiempo, como la llegada de la Muerte que no tenía hora ni fecha fija para alojarse entre nosotros. A cambio, nos dejaba una ausencia pequeña que con el tiempo crecía en las horas de inactividad hasta que acababa por oírse con tedio y melancolía, como la infaltable lluvia de cada febrero, fuese bisiesto o no.
II
Desde la noche anterior nos sentábamos alrededor de la ofrenda con espacios vacíos en donde una flor, un juguete, una manta doblada, señalaban la presencia del niño muerto al minuto de nacido, sin tiempo suficiente para darle el nombre de algún santo patrono capaz de otorgarle protección o el que heredaban del bisabuelo herrero, el tío labriego o el hermanito muerto años o meses antes al que se deseaba sustituir.
Siempre me he preguntado si al bultito quieto y desnudo bajo una tela blanca se le puede llamar hermano
. Por mi derecho de ser hija de los mismos padres y haberlos esperado con una buena porción de amor a ciegas, los llamo así, hermanos
, y año con año espero su llegada que anuncian los cohetones por el camino marcado con las flamas de las veladoras, los jarritos de agua, los puñados de dulces, las sonajas, el caballito labrado en la madera que desbastaba el padre mientras en el cuerpo de Ella –frágil, consumido por el trabajo y las carencias– iba haciéndose el bebé sin saber su destino de ausencia que con el tiempo, con los años, en nuestra memoria, se convertía en un ser que sólo podíamos amar con la imaginación y la tenacidad con que se inventa una vida.
III
Qué gusto su llegada, su regreso a la casa en donde tenían asignado un rincón, un huacal que al cabo de los meses resultaría insuficiente para sus brazos y sus piernas inquietas, ávidas de caminar y conducirlos a los lugares a donde habríamos jugado con ellos haciéndoles bromas, peleándonos por las canicas que eran pequeñas piedras pulidas, sacadas del río de lajas cuyas aguas nos permitían mirar la arena del fondo o reflejarnos, entre risas, en las mañanas soleadas que ellos, los niños muertos, no habían alcanzado a mirar durante en sus breves estadías en el mundo. ¿En un minuto cabe una estancia que dura para siempre?
Recuerdo a todos los menores de la familia sentados en silencio alrededor de la ofrenda salpicada con cazuelitas llenas de dulces, adquiridos en el tendajón de El viudo
, ansiosos por comerlos entre llantos a la hora de la despedida. Llegaba al amanecer, iluminada por las primeras luces de un día que ellos, los visitantes, tampoco verían alcanzar su caída en la noche oscura, fría, tal vez lluviosa.
IV
Los niños, a quienes llamo hermanos
, se iban en silencio, dejando los juguetes, las cazuelitas intactas y en algún rincón la ropita heredada de los otros niños mayores, también muertos, algunas marcadas por la huella de una lágrima, un ligero vómito que leíamos como una exclamación, una protesta contra la Muerte, esa que entraba a su capricho en la casa para elegir una vida recién comenzada dejándonos un hueco apenas tolerable.
De aquellos años recuerdo poco, sólo que los que se iban de nuestra casa sin haberse adueñado de ella, eran un niño o una niña sin suficiente edad o presencia para mimarlos, enseñarlos a decir ma-má
, jugar con ellos, hacerlos reír, enseñarles canciones sencillas cuyos simples versos se quedaban para siempre ensartadas en sus dedos.
Niño bonito,/ señor de anillo, tonto y loco,/ lame cazuelas y mata piojos.
El juego, la risa, fueron y serán para siempre imposibles. Sea como fuere, sigo nombrándolos hermanos
por el derecho que me da haber sido hija de los mismos padres y, aun sin conocerlos, amarlos tanto.
“Este niño lindo que nació de día/ quiere que lo lleven a Santa María; este niño lindo que nació de noche, ya quiere volver a su eterna noche…”
Hoy quise recordar, despedir a mis hermanos muertos. Quién sabe si después, por obra de los años, los olvide…