Editorial
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Bangladesh: la otra cara de la sociedad de consumo
L

a cerrazón patronal y la represión policial obligaron a regresar a sus labores a decenas de miles de obreros textiles que reclamaban mejores salarios en Bangladesh. Esta nación del sudeste asiático es el segundo mayor exportador de ropa a nivel mundial, sólo detrás de China: sus 3 mil 500 fábricas del rubro emplean a 4 millones de empleados, principalmente mujeres, quienes elaboran las prendas de los grupos más poderosos de la industria de la moda global. Los trabajadores exigen que se triplique el salario mínimo, que en la actualidad es de apenas 74 dólares mensuales, mil 300 pesos al tipo de cambio actual.

La precariedad del altamente feminizado trabajo textil va más allá de los sueldos: se refleja también en condiciones laborales que serían inaceptables en cualquier nación occidental, así como en una negligencia criminal de las más elementales normas de seguridad. Pese a que el negocio de la moda es uno de los más rentables, los recortes de costos en la parte fabril son tan extremos que dan pie a constantes accidentes, la gran mayoría de los cuales pasan desapercibidos. Sin embargo, a veces las tragedias son de tal magnitud que resulta imposible acallarlas: el 24 de abril de 2013, una fábrica colapsó en la capital, Daca, matando a mil 134 personas y causando heridas graves a 2 mil; casi todas, mujeres. La prueba innegable de los estragos que dejan a su paso las grandes firmas textiles en el afán de maximizar sus ganancias provocó un escándalo efímero, pero no llevó a ningún cambio sustancial en la realidad de las plantas que han sido denominadas sweat shops, talleres de sudor, por los niveles de explotación e inhumanidad con que operan.

Las movilizaciones de los trabajadores bangladesíes recuerdan a las que se sucedieron en los albores del movimiento obrero en la Inglaterra de la revolución industrial, cuando los campesinos obligados a emplearse como mano de obra fabril debido al robo de sus tierras enfrentaron masacres, deportaciones, cargas policiales, encarcelamientos y feroces campañas de estigmatización por reclamar jornadas menores a las 16 horas diarias, el fin del trabajo infantil, un día de descanso semanal y salarios que les permitieran sobrevivir por encima de la línea del hambre. La repetición de estas luchas al otro lado del mundo demuestra que el capitalismo no resolvió sus contradicciones ni adquirió un rostro más amable, sino que aprovechó el desarrollo de las tecnologías del transporte y las comunicaciones para exportar y racializar las prácticas indefendibles en que se han fundado históricamente muchas de las grandes fortunas.

El caso de las sweat shops se ha vuelto paradigmático porque los grandes conglomerados, e incluso empresas y figuras mediáticas occidentales que se cuelgan de discursos progresistas, se enriquecen a expensas de millones de mujeres que reciben centavos por producir prendas que en los anaqueles de los centros comerciales se venden en miles de dólares. La industria de la moda invierte más en silenciar sus atropellos a los derechos humanos que en mejorar las condiciones de sus trabajadores, pero los ciudadanos que se han enterado de estas realidades tienen el deber ético de reflexionar acerca de los costos sociales del consumo desaforado de mercancías textiles.