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Después del temblor
L

o que distingue este bajar por las escaleras del edificio es que todos vamos murmurando: No puede ser. Es la incredulidad de que, igual que en el terremoto de 2017, la tierra se moviera otra vez en un 19 de septiembre, después del simulacro nacional que conmemora con una acción de protección civil la tragedia del primer 19 de septiembre, el de 1985. Todavía afuera, cargando perros, viendo cómo les cambian las facciones a los vecinos por la palidez y el susto que afila las narices, la pregunta es la misma: ¿Por qué, en una sola generación, ha temblado con fuerza tres veces en un 19 de septiembre?

Las explicaciones de los geofísicos se repiten sin mucho entusiasmo: los movimientos geológicos, con sus insondables placas que chocan, en el planeta roto sobre el que vivimos, no saben de nuestros calendarios, mucho menos de nuestros simulacros de protección civil. Los chilangos, ombligos del cielo, creemos que son tres pero sus epicentros son distintos. Somos centralistas hasta para los sismos. Los matemáticos desmienten nuestra percepción de que estamos condenados a sufrir terremotos cada 19 de septiembre, pues señalan a diciembre como el mes que más terremotos tiene en los 120 años que han ocurrido desde que se miden. Luego, vienen los que señalan con razón que las escalas para medirlos han cambiado. Ya entrados en la probabilidad, nos tratan de explicar, otra vez, que sólo se necesita juntar a 23 personas para que suba a 50 por ciento la probabilidad de que dos compartan fecha de cumpleaños. Llegan al quite los creyentes de El secreto de Rhonda Byrne que afirma que si piensas mucho en una cosa, la atraes. Éstos proponen que ya no se hagan simulacros el 19 de septiembre porque, entre la energía de nuestros pensamientos atraemos el terremoto. Es una creencia de estos tiempos narcisos donde todo gira en torno a nuestra pequeña, frágil, y mortal persona: eleva a ley cósmica nuestro propio sesgo de confirmar lo ya conocido. Como si el universo fuera tu Trending Topic.

A la incredulidad de que tres veces un terremoto haya caído en 19 de septiembre en el lapso de la vida de una parte de los habitantes de la zona de impacto, me recuerda lo que desencantó al personaje de Voltaire, Cándido (1759): que no somos el centro de nada, que la arbitrariedad persiste debajo de todas nuestras certezas. Cándido sobrevive al terremoto de Lisboa de 1755 que mató a 60 mil personas. Ese día, Cándido considera que Dios debe ser malo o no es tan omnipotente como para evitar una tragedia de esas dimensiones. No todo lo real es racional. En su poema para Lisboa, Voltaire escribe: La naturaleza es muda, la invocamos en vano/ sólo un dios puede hablarle a los humanos. Otro pensador de la Ilustración, Goethe, se interesa en la geología después de ese mismo temblor que lo impresiona en la infancia: En seguida, personas temerosas de Dios se obligaron a tener observaciones sabias, los filósofos a dar argumentos de consuelo, los sacerdotes a predicar furiosos sermones. En mi mente de niño fue más que un desconcierto. Dios, el Creador y Preservador de todo lo que había en la tierra y el cielo, no se había mostrado como un padre al abandonar a justos e injustos, por igual, a merced de la destrucción. Hará del terremoto la metáfora de toda su época: Eventos que estremecieron la tierra como la Guerra de los Siete Años, la independencia de las colonias americanas de Gran Bretaña, la Revolución Francesa, las Guerras Napoleónicas y la caída de su héroe, me han permitido tener perspectivas y conclusiones a las que no llegarían los que han nacido después. La desarticulación del terremoto irá hasta los campos de concentración nazis. Theodore Adorno escribió en los años 60 que Auschwitz era comprable con el terremoto de Lisboa porque dislocó la confianza, sea en la naturaleza o en la humanidad: Nuestra capacidad metafísica se paraliza cuando los acontecimientos dislocan la base sobre la que hacemos coincidir nuestros pensamientos especulativos con la experiencia. Así, Voltaire había tenido razón pues, huyendo del mal de la naturaleza del planeta roto, su personaje, Cándido, se va a Eldorado, que es la América colonial. Ahí se encuentra con un hombre que vive en un aparente paraíso pero al que se le ha cortado un pie por no cumplir con la cuota de azúcar de su hacendado. La maldad es natural y arbitraria; la humana es calculada. Un terremoto no es contra los chilangos, lo son, en cambio, los permisos de construcción corruptos que nos ponen a todos en riesgo.

Esa dislocación la volvimos a padecer ese mediodía que bajábamos las escaleras diciéndonos no puede ser. No puede ocurrir tres veces y a este planeta no le importa. Bajo nuestros pies hay un reino doble, al igual que arriba residen los dos cuerpos del rey: la persona y la institución. Abajo está el subsuelo que es, al mismo tiempo, el lugar del que se extraen los recursos –literalmente, lo que vuelve a surgir– que sustancian la idea de soberanía nacional, pero, también, ese lugar insondable de las placas tectónicas que se mueven por esfuerzo acumulado. Lo humano, hasta ahora, ha sido convertir en mercancías lo natural y lo inhumano ha sido la impredictibilidad de sus movimientos. Los temblores nos recuerdan que vivimos en un doble reino: la soberanía que reside metafóricamente en el petróleo y los minerales; el vacío que se mueve bajo estos pies inciertos. Y sí, sí puede ser.