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¿La fiesta en paz?

Sainete legaloide para parecer modernos y sensibles // El resto de los implicados

U

n grupito que confunde gusto con ideología, llamado Justicia Justa o Los Jusjus; un juez compasivo y parcial pero ignorante en materia taurina, llamado Jonathan Bass Herrera, y unos ministros de la tremenda Corte de Justicia, menos visionudos pero empeñados en recuperar el perjudicial centralismo, protagonizaron recientemente un grotesco numerito al intentar borrar de un plumazo la tradición taurina de la Ciudad de México, con el pretexto del maltrato y sufrimiento a que son sometidos los cornúpetas que se lidian. Pero el toro bravo, no su aproximación, no es cualquier animal sino el resultado de una paciente, cuidadosa e inteligente selección genética. Si sufriera en el ruedo, no volvería a embestirle ni a su sombra. La genuina bravura del toro no es estúpida ni sufridora, corresponde a una crianza y a una misión.

Ante panoramas manicómicos como estos, de protectores y promotores tan enloquecidos como ridículos, o nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes, recomendaba don Juan a Castaneda, habida cuenta de que la tecnología desplazó al razonamiento, el dinero a la ley y la impostura a los que se sueñan profesionales, en tanto los inefables sectores taurinos como el chinito: nomás milando.

Si por acá hace décadas se volvió ciencia pavimentar y repavimentar calles, avenidas y carreteras, señalizar éstas y organizar el transporte público, es casi imposible que el resto de las cosas vayan por buen camino, trátese de educación, seguridad o tradiciones sanguinolentas, insoportables para sensibilidades de supermercado.

La tauromaquia o enfrentamiento con el toro es cultura ancestral, pero en un ambiente desculturizado o, peor aún, tenazmente norteamericanizado, con una seudocultura globalizadora, la tradición taurina de México, por negligencia de los propios taurinos, ha debilitado su esencia, al grado de querer prohibirla los del pensamiento único y otros empleados de Washington.

Hace décadas una seria amenaza recorre México: el secuestro constante de sus tradiciones y de sus antecedentes histórico-culturales, incluida la fiesta brava. ¿Con qué propósito? Borrar de la memoria del pueblo sus momentos de grandeza en diferentes campos, así como sus inmensas posibilidades presentes y futuras como nación y como creadores de su propio destino, para que nuestro pueblo deje de creer en sí mismo y vea en lo de afuera su única salvación.

¿Quiénes son esos secuestradores? Autoridades serviles; empresarios poderosos pero insensibles aliados con la tauromafia, medios de comunicación concesionados por el gobierno para servir a la sociedad pero al servicio de la diversión torpe y las utilidades, no de una ciudadanía urgida de autoestima, capacitación, motivación, empleo, calidad de vida y espectáculos dignos.

Se explica entonces que entre bobos ande el toro, trátese de antis o de pros, mientras ese bello rey de astas agudas, que dijera Rubén Darío, deambula por la dehesa, indiferente al aturdimiento que rodea su fallido culto, luego de que sus adoradores abandonan día a día el templo del rito por la frivolidad de la ceremonia.

Vergonzoso que tanta inteligencia para extraer de la naturaleza la bravura, fecundos espíritus toreros para expresar misterio y esta suma de verdades animales, la racional y la irracional, no se hayan traducido en una fiesta de toros con solidez y grandeza sino que cualquier idiota, de dentro y de fuera, pretenda desaparecerla por ineptitud, por una compasión descontextualizada o por un humanismo falso. Y los ministros de la tremenda Corte rechazando que los estados puedan declarar a la tauromaquia como su patrimonio cultural. ¿Y la soberanía, apá?