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Nosotros ya no somos los mismos

Los tópicos // Lo inequívoco es que las cosas cambien // Un bello rito del amor y la fraternidad

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▲ Eduardo Matos Moctezuma, un maestro emérito tan distinguido por sus profundos estudios en el mundo prehispánico, obtuvo el Premio Princesa de Asturias.Foto Carlos Cisneros
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e me amontonan, de un momento a otro, acontecimientos, circunstancias, ideas, opiniones en torno a muy diversos tópicos sobre los que se me antoja platicar con ustedes en nuestra conversa semanal. Algunos son de importancia absolutamente evidente, el asunto del agua, para existir, para sobrevivir. Otros, no son menos: la miseria cotidiana en la que mal vive, pero, diariamente, muere una considerable parte de esta humanidad que, aunque le pese y avergüence a una blanca, desabrida minoría, tiene el mismo origen y debería tener semejante cotidianeidad y, sobre todo, destino. ¿Y qué decir del Premio Princesa de Asturias, que obtiene un maestro emérito tan distinguido por sus profundos estudios en el mundo prehispánico, como lo es Eduardo Matos Moctezuma? La gozosa celebración de los primeros 90 años de Elenísima, suprema emperatriz en el corazón de los ferrocarrileros vallejistas, los maestros othonistas, las costureras del Centro Histórico, de los nunca idos y siempre ¡presentes! caídos el 2 de octubre y sus alrededores. Son muchos los temas y pocos los renglones para opinar, para echar mi cuarto a espadas, sobre todo cuando pienso que puedo tener alguna información que debo compartir. Hoy, sin embargo, no tuve dudas sobre la decisión que ya había anunciado de terminar en esta entrega, la semblanza de mi amigo recién fallecido. Y es que de pronto, este hecho dio un inesperado y dramático giro que tengo la verdadera necesidad de platicarlo, compartirlo porque no puedo cargarlo dentro y que me ha tenido abrumado toda la semana. Quien haya leído la columneta el domingo anterior, tal vez recuerde que les platiqué que allá a mediados del pasado siglo, en la fronteriza ciudad de Matamoros se amistaron primero, e inevitablemente se amaron luego, una parejita de pubertos: él, un lugareño atejanado y ella una chilanguita que había llegado a vivir con sus familiares norteños. Si lo evitable suele suceder, lo inevitable mejor darlo por hecho. Así sucedió con la parejita preadolescente: tres años de romance rosa, más hecho de rubores, deseos (seguramente insatisfechos) y juramentos a cumplir en un lejano porvenir. Los pudibundos e hipocritones fifties dominaban el panorama que tanto habría de contribuir, como caldo de cultivo, para la explosión de los esplendentes sesentas, ya por llegar.

Es evidente que nadie podría decir cómo hubiera continuado o finiquitado ese bello affaire si las cosas no hubieran cambiado, pero lo inequívoco es que las cosas cambien, o ¿qué no recuerdan lo dicho por Joan Manuel Serrat y Julio Numhauser? Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pues así sucedió: de pronto, en el idílico paraíso matamorense cayó una doble guillotina: los padres de ella la regresaban al DF, y los de él, lo enviaban a Saltillo a cursar su prepa, en la que consideraban la mejor de todo el norte del continente, desde Matamoros hasta el Océano Glaciar Ártico, pasando por los 9 millones 984 mil 670 kilómetros cuadrados de superficie que le permiten a Canadá ostentar el lema: De mar a mar, y ser reconocido como el segundo país más grande del planeta. Pues nuestros personajes se afiliaron a las tesis cantoralescas, de que la distancia no es el olvido, y cuando por viudez o separación quedaron solos, se recordaron, se añoraron y revivieron un remoto pero vibrante pasado. No puedo recordar las pláticas con Quiquis al respecto, pero sí estoy convencido de que ambos, con diferentes vehemencias, deseaban reunirse por una sola vez, o hasta que la muerte los separara. No tengo claro qué, concretamente, les impidió la búsqueda, el rencuentro, pero éste por muchos años no se dio, pese a que, como lo señalé, ya estaban ambos legalmente libres.

Un día, no hace mucho, mi hija me llamó presa de gran excitación y me apergolló: ¿Sobre qué cosa me obedeces sin repelar si te presento a la novia de la infancia de tu amigo Quiquis Jasso? La impresión retardó la respuesta, pero acepté sin reticencias: Me hago los electros que exiges, contesté. Así lo hicimos. Convoqué de manera perentoria a Quiquis y el siguiente sábado, reunidos en casa le espeté: En 15 minutos, después de más de 50 años, vas a volver a estar con ella. Te lo mereces porque siempre has sido un hombre de bien y porque si alguien puede hacer feliz a un semejante eres tú. La reunión fue gratísima, pero formal, forzada a ser cálida, cuando la calidez debía ser fruto de la espontaneidad, del sentimiento natural y sin restricciones porque, usos y costumbres que limiten, discriminen o degraden, han de ser borrados y desaparecidos por el pensamiento crítico de nuestros días. No puedo hacer la crónica completa de la reunión porque varias veces me fui a moquear al baño. Yo, y pienso que todos, nos sentíamos oficiantes de un emotivo y bello rito del amor y la fraternidad. Dejamos que el río siguiera su curso. Y, desgraciadamente, la corriente no fue favorable: Quiquis falleció hace unos días, sin tener oportunidad de despedirse, siquiera. Ahora ella, con angustia pregunta: “¿No ha llamado el texano?” Así lo llamaba comparándolo con Steve McQueen o Henry Fonda. ¿Qué se le debe contestar? ¿Que el texano murió hace días? O, para no causarle un duro e innecesario dolor, ¿mentirle y decir que está enfermo y no puede comunicarse, pero que diariamente pregunta por ella? Yo no suelo mentir porque soy muy desmemoriado, pero ahora pienso que la respuesta es la que cause menos congoja y dolor.

Twitter: @ortiztejeda