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Los héroes del Saratoga
P

rimero, la explosión. El edificio, de seis pisos, vibró, se saltaron unos cables después, con la fuerza de un latigazo. Acto seguido, se desplomó más de la mitad de la fachada sin dar tiempo, sin anunciar nada, cada pedazo de piso tragándose al de arriba, aplastados techo contra piso y piso contra techo, en medio de un estrépito y una nube de polvo que ocultaba todo, menos los gritos desesperados. Parecía como si acabara de abrirse y cerrarse la tierra, cuando otros dos edificios se vinieron abajo.

De inmediato se conocieron las causas del siniestro en el Hotel Saratoga, de La Habana Vieja, aunque está abierta la investigación: fue un escape de gas, mientras un camión cisterna habilitaba al edificio que se preparaba para reabrir esta semana. Sin huéspedes, las habitaciones permanecían cerradas a cal y canto, y puede que un simple clic del interruptor de la luz fuera suficiente para que la masa de gas acumulado provocara la onda expansiva que hizo añicos los cristales, la marquetería y la fachada ligera con adornos de estuco verde y blanco, original del siglo XIX.

No es la primera vez que Cuba se enluta. Podría parecer hasta menor un accidente como este en un país que ha padecido en medio siglo más de 30 huracanes de gran magnitud, decenas de muertos durante el sabotaje de la CIA al vapor La Coubre en el puerto de La Habana en 1960, la voladura de un avión civil con 73 pasajeros en 1976, una cadena de bombas en hoteles y restaurantes en la década de los años 90, el bloqueo sempiterno del gobierno de Estados Unidos –acción canallesca, lo llama el presidente Andrés Manuel López Obrador– que ha naturalizado la escasez de casi todo y que hizo más desesperante la pandemia, por citar algunos ejemplos dramáticos.

Pero no. La explosión en el Hotel Saratoga, con casi un centenar de lesionados –de ellos 43 muertes hasta el miércoles– es otra cosa. Lo que hizo de esta historia en particular la gran historia no fue la explosión que se sintió en La Habana, ni el humo denso que se podía ver desde las zonas altas, ni la sensación de vulnerabilidad que nos dejó a todos, sino la solidaridad de la ciudadanía que se apiñaba en los alrededores exigiendo un lugar para rescatar a las víctimas de los escombros, donar su sangre para los heridos o aliviar la angustia de los damnificados. Dos horas después del accidente, la fila de voluntarios y voluntarias frente a los bancos de sangre, los policlínicos y los hospitales superaban los miles, y la mayoría eran jóvenes, esos mismos que la propaganda de Miami dice que se están yendo en masa de Cuba.

Mientras el gobierno actúa y la prensa pública da lecciones de inmediatez y sensibilidad, personas de la calle, con todo tipo de profesiones, siguen ayudando a sus compatriotas. No sabemos los nombres de todos los rescatistas –muchos de ellos bomberos voluntarios–, de los maestros de la escuela Concepción Arenal, que colinda con el hotel, y protegieron a sus alumnos, de los niños que salvaron a otros niños, de los transeúntes que socorrieron a los trabajadores del Saratoga y a las familias de los dos edificios que implosionaron en la vecindad, ni de los perros rastreadores que todavía buscan las huellas de al menos dos desaparecidos entre los escombros.

Al romperse, los edificios mostraron sus vísceras, sus arterias, sus nervios y su fragilidad, que es la nuestra. Pero también expusieron a esa especie de sentimentales decentes que no está en peligro de extinción y que son los mejores de todos nosotros, los héroes que se lanzaron a salvar a los demás, sin reparar en que otra explosión y otro derrumbe habrían podido convertirlos en víctimas. Y, a la par, hay un ejército anónimo de trabajadores de la salud que no ha descansado en más de 100 horas desde el accidente.

En Los soldados de Salamina, el novelista español Javier Cercas nos recuerda que en el comportamiento de un héroe hay casi siempre algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Es el que mira de frente el absurdo y la crueldad de la vida para hacernos más humanos, el que nos advierte que de la desesperación nace la lucha.

La muerte no prevalece. Una vez más.