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Relatos del ombligo

Lagunilla de recuerdos

C

aminar por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México nos conduce, nada más de ver sus edificios, a un viaje por varios siglos en el que podemos contemplar, y hasta tocar, aquellos muros por los que han pasado nuestros héroes, villanos, tragedias, fiestas, transformaciones, retrocesos, y hasta un extranjero despistado, acompañado por su esposa, al que algunos vendepatrias convencieron de ser emperador de un país profundamente liberal y republicano.

Si seguimos nuestro trayecto hacia el norte y éste nos dirige a la Lagunilla, lo más seguro será que el viaje por la historia continúe, pero ya no a través de muros, sino de objetos, ni por la de nuestro país o ciudad, sino por la personal. Muebles, juguetes –dicen que entre ellos una que otra muñeca embrujada–, libros, relojes, ropa, discos, adornos, aparatos de todo tipo, guantes de box, instrumentos musicales, silbatos para perro, pepsilindros, fotos antiguas, animales disecados, y lo que, por más absurdo que pueda parecer, se nos venga a la mente, es algo que ahí podemos encontrar.

Si hallamos a primera vista lo que nos interesa no hay que demostrarlo, se debe preguntar primero por otras cosas, después comprar algo barato –para confundir al colmillo del vendedor–, y luego negociar lo que realmente nos importa. Si no lo encontramos a primera, segunda ni tercera vista, tendremos que preguntar por él, algo que lo tasará en un precio más alto y que será el último recurso ante la obsesión por poseer algo que se desea.

En la Lagunilla se junta y confunde lo viejo con lo antiguo para mezclarse con lo vintage, los precios no responden a estas categorías que, aunque podría parecer una manera distinta de llamar lo mismo, tienen grandes diferencias entre sí, sino a un criterio que el vendedor construye ante la oferta y demanda, o bien por un incuestionable valor que determine su costo. Finalmente, no pueden faltar los objetos apantalla bobos que encuentran a sus berengos, situación que el deseo por lo material ocasiona que suceda, por lo menos una vez, en la historia de todos a quienes lo humano no nos es ajeno.

Lo material muchas veces viene acompañado por un significado emocional, y así los roperos de las abuelas que para los hijos –ojo que no para los nietos– se convirtieron en un lastre, en la Lagunilla vuelven a ser deseados, generalmente por nietos de otras abuelas; la lonchera de metal con ilustraciones de cascos de equipos de futbol, que durante el recreo reunía alrededor a los niños, y que años después fue arrojada al baúl de lo inútil por una madre que dejó de acompañar a su hijo a la primaria para darle una moneda con la que pagaría el pesero que lo llevaba a la secundaria, en la Lagunilla vuelve a reunir miradas. La casaca verde que utilizó José José al interpretar la canción El triste durante el Festival OTI en 1970 la tiene, seguramente, alguien que fue cercano a él, pero en la Lagunilla no será difícil encontrar una réplica fabricada en la actualidad. Ejemplos, los tres anteriores, y en ese orden, de la diferencia que hay entre antiguo, viejo y vintage, y que debemos tener muy claros para que, fuera de una peluquería, no nos tomen el pelo en el intento de poseer un objeto material que nos conduzca, a través de la melancolía, a lo emocional.

Por la lagunilla caminaron, mientras buscaban chácharas, Fidel Castro y Ernesto el Che Guevara. ¿Cuánto de la Cuba de hoy no se habrá planeado ahí? En ese mismo lugar, Guillermo González Camarena encontró todo tipo de objetos que le sirvieron para llevar a cabo sus proyectos –entre ellos la invención del primer sistema de televisión a color– y también una que otra curiosidad, como juguetes para el puma que tenía de mascota en su casa de la calle de Fresas, un precioso animal que cuando creció se convirtió en un peligro potencial y tuvo que ser regalado al zoológico.

Además de las chácharas, que bien merecen varias visitas al año, el barrio de la Lagunilla –que así se llama por haber sido durante la época prehispánica sitio en el que se formaba un pequeño cuerpo de agua entre Tlatelolco y Tenochti-tlan– tiene lugares muy divertidos que ofrecen todo tipo de agasajos. Los hay, por ejemplo, para paladares intrépidos con los tacos de alacrán que en Comonfort y Paseo de la Reforma y sobre una tortilla con nopal, se aderezan con guacamole y chapulines; ahí sabrá usted si le entra al aguijón o prefiere pasar de largo y seguir en un paseo que, a través de la melancolía que puede producir el objeto, lo llevará a sus propias historias.