Opinión
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Mar de historias

Aquellos niños

I. Ganarse el pan

J

unto a una banca del jardín, muy cerca de la iglesia y de la fuente ciega, un niño descalzo, vestido apenas, duerme sobre las baldosas húmedas abrazado al violín que es la única herencia que le dejó su padre.

Tocándolo durante horas por las calles y en las puertas de las cantinas se gana unas monedas y, algunas veces, también una mirada conmovida, una sonrisa amable. Una.

II. Al ratito, luego...

En la foto del periódico, tomada a contraluz, sólo es posible distinguir sus pequeñas siluetas: apenas dos sombras bajo un cielo amenazante y oscuro perdidas en la inmensidad de la Plaza. El niño, acuclillado, toma por los hombros a la compañerita que gime y la mira a los ojos muy de cerca. Por su actitud es posible adivinar las palabras que emplea para tranquilizarla, infundirle valor, conseguir que se sienta protegida y despertar en ella la esperanza de que al ratito, luego, mañana, un día de estos... todo será mejor.

III. Ellos saben...

Bajo el puente, muy juntos para darse calor, los niños miran caer la lluvia. ¿Qué saben ellos de ternura y caricias, de tibieza y descanso, de juegos y alegría? Quizá poco o nada. En cambio, saben mucho de lo que son el abandono, el miedo, el hambre, el llanto solitario y amordazado, el dolor sin alivio. Saben también que el camino que les espera puede ser tan largo como han sido sus noches sin abrigo, sin pan y sin tener la mínima esperanza de que vaya su Ángel de la guarda.

IV. Ladrona

Era un barrio de obreros, artesanos, prestadores de servicios y, sobre todo, de comerciantes. Se tenían vacaciones durante el desempleo, y vivir de prestado no era honroso pero sí necesario. Allí nadie se interesaba por dividir el año en estaciones. Para sus habitantes, la ropa de verano sólo existía en los anuncios o en los aparadores y sus prendas de invierno, recién salidas de roperos ajenos, les llegaban sin marca y sin botones. La comida, escasa; los guisados insulsos y, de tan repetidos, acababan teniendo los sabores de ayer o de mucho antes.

En aquel barrio las etapas de la vida transcurrían a un ritmo muy distinto que en los otros. La juventud se iba muy rápido, abandonando en cualquier parte el vestido de 15 años: y, junto con él, los bonitos recuerdos y los sueños. La infancia duraba cuatro o cinco calendarios porque la existencia difícil, de uñas largas y afiladas, se la robaba antes de que los niños empezaran siquiera a saborearla.

IV. ¿Qué?

Sonriente, al verlo, la señora le dijo: Que tengas un muy feliz Día del Niño. El muchachito, en respuesta, la miró extrañado, sin entenderla, y se echó a correr seguido por el miedo que siempre va a su lado cuando alguien se le acerca.

V. Siempre al norte

Los seis niños emprendieron el viaje al atardecer, en absoluto silencio, bajo un cielo anaranjado y azul. A esa hora, los mechones de humo aún serpenteaban sobre los techos de las casas aisladas, unas de otras, con cercas de piedra para evitar disputas por gallos y gallinas. En los quicios, las mujeres, con el hijo más pequeño en los brazos, agitaban las manos en señal de despedida y decían que les vaya muy bien. Olor a polvo y a humo.

Los bamboleos del camioncito que transportaba a los niños emigrantes a la estación del tren eran causa del alboroto de los perros que no tenían dueño ni nombre, mucho menos correa. Iban tras ellos Emeterio, Agustina, Dolores, Margarito, Joaquina. En su carrera procuraban emparejarse a la velocidad del vehículo para mirar, por las ventanillas cerradas, a quienes hasta muy pocas horas antes habían sido compañeros de juego. Jadeando por el esfuerzo, poco a poco iban quedando atrás, y al fin se detenían, vencidos y tristes.

Conforme avanzaban por el camino, apenas una brecha, los viajeros se volvían para mirar, por última vez, la casa recién abandonada que a cada metro aventajado iba empequeñeciéndose hasta convertirse en juguete. Lo mismo ocurrió con la capilla rústica en donde las palomas hacían malabarismos, las beatas, oración y los pecadores, penitencia. Mirado a la distancia, también se hizo pequeño el eucalipto. En el columpio colgado de sus ramas, mecido por el viento, todas las tardes se habían reunido a jugar Emeterio, Agustina, Dolores, Margarito y Joaquina.

¿Qué habrá sido de esos niños? Tal vez hayan emigrado al norte, en busca de trabajo, en un atardecer de cielo azul y anaranjado, oloroso a polvo y humo. Donde sea que se encuentren, quizás aún recuerden las casas, la capilla y el eucalipto aquel con su columpio donde hace tiempo sólo se mece el viento.