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Nosotros ya no somos los mismos

Odisea entre veracruzanos // Los yerros del compadre // El Marshal para un Turman

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▲ Sucesor de Roosevelt tras su muerte en 1945, el presidente estadunidense Harry S. Truman, decidió lanzar el bombardeo atómico sobre Japón en ese agosto.Foto La Jornada
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l primer correo que recibí el 29 de noviembre, en relación a la columneta publicada ese mismo lunes, me decía palabras más, palabras menos, lo siguiente: Ortiz, la brevísima aclaración que el presidente Ruiz Cortines le dio a su compadre/gobernador (al que evidentemente él había ungido), sobre las jerarquías y protocolos imperantes dentro de la concepción patrimonialista del poder político, resultó más ilustradora y contundente que muchos tratados que pretenden explicar las razones de que este fenómeno se haya entronizado en nuestro país hasta el grado de considerarlo consustancial al régimen político dentro del cual hemos vivido.

Así que, sin más preámbulo, regresemos con don Adolfo, a quien realmente le divertía conversar con sus compadres y amigos veracruzanos. Uno era singularmente echador, lambiscón y aprovechado de la simpatía que el primero le demostraba. En una ocasión, cuando la elección de los presidentes municipales en Veracruz se aproximaba, don Fortunato (que tal era el nombre del sujeto en esta historia) se comenzó a aparecer con mucho mayor frecuencia en las oficinas presidenciales. Aunque no siempre lograba ver a don Adolfo, el compadre sabía ingeniárselas para que en el pueblo todo el mundo se enterara de sus frecuentes entrevistas, muchas de las cuales, aseguraba, se debían a llamados que recibía y que para él era imposible dejar de atender. Un buen amigo, decía, jamás debe negar un buen consejo. Pero resulta que esa mañana Fortunato andaba de suerte y su compadre lo recibiría, aunque se le advirtió que sólo por cinco minutos.

Apenas se abrió la puerta del despacho y sin saludar siquiera, Fortunato inició un lamento de plañidera veracruzana: “Ay, compadre presidente, ni se imagina los problemas y complicaciones que estoy pasando estos días y nada más por culpa de la sagrada amistad que usted y yo hemos cultivado desde los tiempos en los que usted era un honestísimo y heroico tenedor de libros en el ejército revolucionario…” ¡Párale, párale, Fortunas! (así le apodaba desde siempre a Fortunato). Dime, ¿de cuál de mis acciones o fallas te culpan tan indebidamente a ti, querido compadre? ¿Alguna grave falta en nuestra política exterior? Yo a Padilla Nervo le tengo una absoluta confianza. A Carrillo Flores, igual, y no se diga al joven tocayo que está al frente de Trabajo… No, no presidente –atajó–. Es un asunto mucho más pequeño, se trata de argüendes de allá de la gente. Como usted bien lo sabe (esta vez hasta lo trató de usted), los dos presidentes municipales que nos impuso el licenciado Alemán, pues siguieron el juego de lo que hace la mano lo hace la tras y vaya transada que nos dieron todo este tiempo. A la gente se le ha metido en la cabeza que la única posibilidad de corregir el rumbo y recuperar lo perdido en las pasadas administraciones es que usted se haga cargo de la catástrofe. El presidente, benevolente pero con un dejo de incredulidad, preguntó: ¿entonces la propuesta es que yo deje la actual responsabilidad y me ocupe de la presidencia de mi pueblo que, por cierto, fue mi mayor aspiración allá por los tiempos en que me sumé al Plan de Agua Prieta y me di de catorrazos en el Ébano? ¡Claro que no! –gritó fuera de sí Fortunato–. El director de la secundaria nos platicó que Turman, un presidente gringo confiaba ciegamente en un Marshal (no se trataba de un alguacil, sino del general George Marshall, pero Fortunato qué obligación tenía de saberlo). Y por esa confianza y amistad el presidente lo puso al frente de un plan (pero no como los planes mexicanos, que sólo sirven para quitar gobiernos y acomodarse en su lugar). El de los gringos era diferente, se trataba, quién lo creyera, de brindar todo el apoyo posible tanto a los aliados como aun a los enemigos, para que unos y otros volvieran a ser consumidores, pues sin ellos ¿pa’que serviría ganar las guerras?

Don Adolfo dijo: ya deja tu ilustrada información y vamos a ver si entendí. ¿Tú lo que propones es que yo sea el Turman mexicano y tú el Marshal veracruzano? Mira, estimado Fortunas, vamos a ser claros. En política si quieres triunfar se necesita juntar varios quereres. El primero, es del actor que quiere el papel principal y, luego, los quereres de la mayoría de los ciudadanos que son los que deciden. Pues allá en la tierra, te lo juro por diosito santo, estos quereres ya son uno solo. A la casa todos los días están llegando comisiones de los clubes de Sembradores de la Amistad, Leones, Rotarios, los de la Cámara de Comercio. Bueno, hasta los Caballeros de Colón que tienen de candidato eterno a don Homobono, sacaron ya hasta una jaculatoria en la que ruegan al Altísimo que, por esta ocasión, permita que quien le gane a su candidato, sea un hombre bien.

El presidente se puso en pie y palmeando al amigo le expresó: “Yo como el Turman que mencionas, me propongo no escatimar el apoyo de mi gobierno al candidato que demuestre que obtuvo la mayoría de quereres ciudadanos”.

Como suele suceder, se acabó junio. La noche del primer domingo de julio un afiebrado Fortunato, que todavía pensaba que más allá de unos negros resultados electorales podría cambiar el final ya por todos conocido, recibió una llamada telefónica del DF. Levantó la bocina y una voz que parecía contrita le susurró: Lo sé. Perdimos, compadre, perdimos.

Un agradecimiento público al doctor Federico Calva, de quien telefónicamente recibí una cordial y acertada consulta médica.

Twitter: @ortiztejeda