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Para que todo siga igual
N

o pongo en duda el gusto que debemos tener por el hecho de que el 27 de septiembre de 1821 se consumara la Independencia de México, pero…

Tengo serios cuestionamientos a reconocerle grandes méritos a sus principales actores. Pongamos por caso dos: Agustín de Iturbide, cuyas acciones todas las conocemos, y Pedro Celestino Negrete, quien proclamó la independencia en Tlaquepaque, el 13 de junio, tres meses antes de que lo hicieran en la Ciudad de México.

Ambos eran militares de alcurnia, ganada combatiendo a los insurgentes y causándoles no pocos daños. Ambos estaban plenamente identificados con las aspiraciones de la clase dominante de la Ciudad de México que, gracias a su control del consulado de comerciantes, de la ruta de México a Veracruz y del mismo puerto, además de las ligas y asociaciones con los mandamases de Sevilla y el Puerto de Cádiz, tenían en verdad el control de la mayor riqueza de la Nueva España.

No es necesario agregar las ligas y complicidades con la más alta jerarquía de la Santa Madre Iglesia y, por lo tanto, incluso de influir mucho en el son que bailaban los diferentes virreyes, cuyo principal objetivo era hacerse de unos buenos ahorritos.

Un gran susto se lo llevaron dichos señorones cuando el 19 de marzo de 1812 las Cortes de Cádiz dieron por concluida la célebre Constitución que, cabe mencionarlo, tenía visos liberales y democráticos.

Desde luego que entorpecieron cuanto pudieron que llegaran a México las publicaciones del Código y tardó más de un año; sin embargo, tuvieron tiempo de darle una probadita que no les satisfizo en lo más mínimo. Pero su Majestad Fernando VII, a quien Napoleón le había hecho el favor a España de guardar en Bayona, junto con su padre desde 1808, recuperó su libertad y el 4 de mayo de 1814 se hizo presente en el puerto de Valencia.

Dicen las malas lenguas que lo primero que hizo al poner un pie en tierra, incluso antes de hacer un real pipí, fue abolir la dicha Constitución y todo lo que de ella emanó. Ello sí llegó con rapidez a América y la fiesta siguió en paz. Pero hete aquí que en 1820, un tal Rafael Riego, a quien a la postre le fue como en feria, mediante las armas obligó a Fernando a que proclamara de nueva cuenta la Constitución y la criollada chilanga en verdad se mortificó y en la dichosa Profesa procedió a promoverla, para que todo siguiera igual.

Iturbide y compañía fueron los principales instrumentos que contaron incluso con su patrocinio, para sacudirse al código y lograron en efecto que todo siguiera igual. Las preocupaciones sociales de la insurgencia se las pasaron por el arco del triunfo…

Tengo, además, la íntima certeza, dada la naturaleza de dicha clientela, de que en el fondo de su alma tenían la intención de regresar al redil hispano en cuanto se pudiera, pero se toparon con que la insurgencia no había fallecido del todo, de manera que del seno mismo de los trigarantes emergió el Plan de Casamata que sacó a Iturbide de la jugada junto con quienes no fueron rápidos para desmarcarse, lo cual dio por resultado que la disyuntiva realista-conservadora contra la insurgencia-liberal sobreviviera muchos años.

Ello fue una verdadera desgracia para el país, aunque peor hubiera sido que los fifís de antaño hubieran seguido con el poder absoluto que les hubiera garantizado el respaldo de la corona española.

A Esteban Garaiz