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La clave de los próximos tiempos
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principios de los años 90, Henry Kissinger, ex secretario de Estado en las administraciones de Nixon y Ford, anticipaba en su célebre texto Diplomacy, que uno de los factores geopolíticos a considerar durante el siglo XXI sería la tendencia global a conformar bloques regionales de naciones que compitan entre sí por hegemonía económica e influencia política.

En esta misma lógica, Kissinger afirmaba que “la Iniciativa de Empresa para las Américas, anunciada por Bush en 1990, y la batalla por un Tratado de Libre Comercio de América del Norte con México y Canadá, firmado por Clinton en 1993, representan la política estadunidense más innovadora hacia América Latina de toda la historia, un sistema de libre comercio para todo el continente –añadía el diplomático estadunidense– con el Tratado de Libre Comercio (TLC) como paso inicial, daría a toda América un papel importante, ocurriera lo que ocurriese. Si en realidad prevalecen los principios de la Ronda de Uruguay del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) negociada en 1993 –sostenía–, el continente americano será un vital partícipe en el desarrollo económico global.”

A 30 años de distancia del TLCAN, podemos decir que lo que Kissinger calificaba como la política estadunidense más innovadora hacia América Latina de toda la historia, ha arrojado resultados mixtos. Si bien el libre comercio ha contribuido para la prosperidad y el desarrollo de múltiples regiones e industrias, otras, como el sur de México o la histórica zona industrial del noroeste en Estados Unidos (rust belt), no se han beneficiado como se esperaba, o incluso se han visto afectadas. Así, la idea de un TLC para toda la región no ha dejado ser una utopía.

La renegociación del acuerdo comercial que culminó en el T-MEC y los amagos proteccionistas de la administración Trump, pueden leerse como un intento por enmendar algunos de los defectos del tratado, como un gesto destinado a atender una base electoral o como una serie de ajustes necesarios para continuar con una política de Estado de largo aliento, cuyo objetivo es el fortalecimiento de Norteamérica como región económica.

México y la industria automotriz, el primer gran reto.

Además de la industria agroalimentaria, la automotriz ha sido una de los sectores que experimentaron mayor crecimiento en últimos 30 años, representando alrededor de 18 por ciento del PIB manufacturero. Su importancia la ha colocado en el centro de las discusiones y disputas comerciales. Recientemente, la aparente ambigüedad en la redacción del tratado en torno a las reglas de origen y contenido regional llevaron a la Secretaría de Economía de México a activar el mecanismo de consultas del T-MEC, al que por cierto se acaba de sumar Canadá.

La preocupación de las autoridades, la industria automotriz de nuestro país y analistas económicos pareciera concentrarse en que, ante la imposibilidad de cumplir con las reglas de origen, las empresas del sector pueden trasladarse a Estados Unidos u optar por pagar el arancel por la exportación de vehículos. En todo caso, ese escenario supondría la pérdida de competitividad para una industria que genera alrededor de 2 millones de empleos y cerca de 3 por ciento del PIB nacional.

Sin duda, se trata de un asunto de la mayor relevancia, cuya resolución satisfactoria es del interés del todos los mexicanos. No obstante, detrás de dichas disputas comerciales existe un reto aún mayor: la completa transformación de la industria automotriz a nivel global.

La electrificación de la flota vehicular y la desaparición paulatina del motor de combustión interna supone retos importantes a los que la industria productora de vehículos tendrá que adaptarse.

Los que tienen motor de combustión interna cuentan con cerca de 30 mil piezas, mientras las partes móviles en un motor eléctrico suman un poco más de 20. Gran parte del éxito de la industria automotriz mexicana radica en haber desarrollado empresas tier 1 y tier 2, y convertirse en proveedoras de autopartes no necesariamente asociadas a una marca en particular. La revolución tecnológica que supone la electrificación las obligará a competir por mercado cada vez más competido, por lo que necesariamente habrá ganadores y perdedores en este cambio de paradigma.

Expertos, sin embargo, estiman que los vehículos eléctricos serán un paso intermedio entre el motor de combustión interna y los vehículos eléctricos autónomos. La automatización del transporte implicará retos adicionales como la reducción de la flota necesaria para el transporte, la prevalencia del transporte público, e incluso la implementación de nuevas medidas fiscales para compensar los ingresos perdidos por la reducción en el consumo de combustibles fósiles.

Se trata de un nuevo modelo de negocio en el que usuario del transporte no necesariamente tendrá que ser propietario de un vehículo, modelo que quizá se asemeje más a la suscripción de un servicio, que además, no requerirá de operadores de transporte. Las empresas del sector automotriz tendrán fuertes presiones para transformarse en empresas desarrolladoras de software o en proveedoras de un servicio relacionado con la movilidad.

Actualmente, China tiene liderazgo en desarrollo, investigación e implementación de estas nuevas formas de transporte. La política comercial de Estados Unidos parece estar encaminada a fortalecer la región de Norteamérica y asegurar el desarrollo de una industria regional con la capacidad de competir en el futuro.

México tiene que aprovechar la recuperación económica de nuestro vecino para crear las oportunidades y permanecer competitivos.

A pesar de sus defectos, la lectura que su momento hizo Kissinger del TLCAN, hoy T-MEC, es correcta: la competencia será regional y México es y debe seguir siendo un aliado estratégico para la competitividad de América del Norte.