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Ver día anteriorLunes 31 de mayo de 2021Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Recuperar el piso
N

o será fácil abandonar prejuicios, fantasmas e ilusiones que aún guían nuestro comportamiento. Pero quizá no hay más remedio que intentarlo.

No fue fácil construirlos. El Estado-nación, como forma política del capitalismo, se creó sustituyendo creencias y convicciones basadas en tradiciones ancestrales y experiencias cotidianas con nuevas construcciones abstractas. Aunque hubo resistencia en todas partes, se logró crear, a menudo por la fuerza, a individuos homogéneos sin género –el ciudadano, el homo economicus– que quedaron subordinados a las nuevas estructuras. La gente adquirió un compromiso personal profundo con el individuo en que se convertía a cada quien y se inyectó en él algo más que mero sometimiento: se generó un amor apasionado a la llamada patria, en cuyo nombre podía hacerse cualquier sacrificio, incluso el de la vida.

El diseño adquirió con el tiempo el adjetivo democrático, lo cual significaba dos cosas. Que la democracia fuera más aparente que real, es decir, que los ciudadanos, el pueblo, tuvieran la ilusión de que gobernaban a la sociedad, mediante sus representantes, aunque en realidad el gobierno estuviera siempre en manos de una élite política y económica que lo mantenía bajo su control. Además, incluso esa apariencia democrática podía sacrificarse, si era preciso hacerlo para mantener la dominación de esa élite y por ende el funcionamiento del capitalismo.

Parece hoy asombroso que buena parte de la población haya asumido plenamente todo eso. Mucha gente defiende aún con firmeza su condición individual y los derechos que se le asocian. Creen en la llamada patria, a pesar de su diseño patriarcal; siguen dispuestos a defenderla y a luchar por ella. Es difícil, hasta hoy, cuestionar su existencia, mostrar que carece de realidad. Y creen también en el régimen de representación, como la forma más adecuada del gobierno del pueblo.

Influyó en todo esto la convicción general de que el poder está allá arriba. Que lo importante es conquistarlo. Tomar el poder fue consigna de reformistas o revolucionarios de todo el espectro ideológico. Usarían violencia guerrillera o medios pacíficos, lucha partidaria o golpes de mano, para controlar el aparato en que se concentraría el poder. Poca gente se da cuenta de que el poder no es algo que unos tengan y otros no, algo que se pueda tomar, conquistar o distribuir. El poder es una relación. Quienes tienen poder lo reciben de aquellos sobre quienes lo ejercen… que pueden retirárselo en cualquier momento. Gobernar no es mandar, como hacen quienes han perdido el poder, que usan entonces la policía y el ejército. Así se puede destruir a un pueblo, pero no gobernarlo.

A estas alturas, cuando todos los aparatos de gobierno, la operación capitalista misma y los dispositivos democráticos se encuentran en abierta decadencia; cuando cae a pedazos a nuestro alrededor el mundo en que todo eso parecía funcionar –aunque siempre fuera para beneficio de los pocos y a costa de los muchos–; cuando un autoritarismo avasallador, a veces disfrazado de populismo, se impone en el mundo entero, resulta muy difícil seguir apuntalando los prejuicios, ilusiones y fantasmas que hicieron posible la expansión del capitalismo, y que incluso se aplicaron a los experimentos llamados socialistas.

Un impedimento para abandonar todo eso y empezar a guiarse por la realidad, por las exigencias cotidianas, es la sensación de que hacerlo es un salto al abismo. Nos han moldeado de tal manera que la afirmación de que los llamados estados-nación han sido desmantelados y que sus gobiernos ya no gobiernan parece una provocación sin sustento, aunque se acumulen todo género de pruebas lógicas y empíricas para demostrarlo. Sería pura locura darse cuenta que no están ahí.

Es igualmente difícil que fluya en la conciencia general la convicción de que se ha vuelto especialmente urgente construir modalidades de organización social y política que pongan en relación a los grupos, entramados y organizaciones, en barrios urbanos o en comunidades rurales, que definen las condiciones reales de existencia.

De eso se trata hoy, cuando sólo quedan cenizas de los pilares que sostenían las creencias y convicciones con las que hemos orientado comportamientos y decisiones. En vez del intento inútil de resucitar muertos, necesitamos hoy apelar a la imaginación y a la creatividad popular para transitar por la nueva realidad, conscientes de que se han desvanecido también las mojoneras que acotaban el camino, los caminos.

Afortunadamente, al atreverse a abrir los ojos de esa manera se descubren por todas partes iniciativas a ras de tierra de quienes hace tiempo se dieron cuenta de esta perspectiva. Están sobre todo en comunidades que nunca cayeron por completo en las ilusiones dominantes, que no se dejaron gobernar por sus fantasmas y que no compartieron sus prejuicios.

No pretenden irse a la Luna o a Marte. Enfrentan cotidianamente los acosos del mercado y el Estado y agresiones cada vez más violentas. Pero aun así hacen con alegría y coraje lo que hace falta hacer: enterrar lo que muere y abrirse a la nueva era. Ahora.