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¿Y el cerro?
E

ra imposible, de entrada, poner fin a un proyecto que ya mostraba avances, aunque pocos, y que estaba apalancado por organismos internacionales de aviación civil, expertos celebérrimos, gigantescos capitales y fondos de inversión, así como por las decisiones de las instituciones y de la mayor parte de una clase política que había establecido la conveniencia, la facilidad, la estética y la ética del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México que empezaba a despuntar en el lago de Texcoco.

Había que ser muy provinciano o muy rencoroso para no ver las bondades de aquel proyecto que habría de colocarnos entre lo más selecto de la circulación aérea mundial: por fin, una obra de primer mundo, digna de Dubai o de Hong Kong, un magnífico hub aéreo para que decenas de millones de empresarios y turistas procedentes de todo el planeta recibieran una gran impresión inicial de la nación que dejaba atrás complejos y anacronismos para insertarse en una modernidad espléndida, aceitada por las reformas estructurales aún en curso.

Reparar en el desmesurado costo de la obra resultaba mezquino y de corto alcance. ¿Qué importaban las decenas de miles de millones de dólares que se invertirían en esa terminal aérea para un país que se aprestaba a administrar la nueva abundancia que habría de venir como resultado de la apertura de su sector energético a las inversiones foráneas? ¿Acaso no se recuperaría con creces lo gastado? ¿No se construiría un espléndido centro comercial sobre las ruinas del viejo Aeropuerto Internacional Benito Juárez? ¿No generarían los negocios inmobiliarios un boom económico en todo el nororiente de la mancha urbana capitalina?

La resistencia social al proyecto había sido ahogada mediante una represión brutal una década atrás y de ella no quedaba más que un puñado de indios tercos, pero insignificantes; los cuestionamientos ambientales al proyecto ni siquiera merecían ser replicados: el lago de Texcoco se había secado hacía mucho tiempo, de él no quedaban más que pequeños charcos en la época de lluvias que podían ser eliminados mediante bombeo y la humedad del suelo se resolvería sembrando miles de pilotes de concreto. Y además, de acuerdo con sesudos estudios, el viejo lago no era el lugar ideal, sino el único posible para construir pistas aéreas en el saturado Valle de México.

La contrapropuesta de construir la terminal en la base aérea de Santa Lucía no tenía, en contraste, la menor posibilidad; la orografía de la región impedía las maniobras de acercamiento de las aeronaves o las encarecía hasta hacerlas inviables para las aerolíneas; el funcionamiento simultáneo de tres aeropuertos –el actual, el de Toluca y el de Santa Lucía– era imposible por alambicadas razones de aeronavegabilidad y el argumento de que la obra alternativa podía hacerse a un tercio del costo era puro populismo. Por añadidura, el sitio alterno quedaba peligrosamente próximo a la zona arqueológica de Teotihuacán y había el riesgo de que el flujo de las turbinas desensamblara las piedras con las que fueron construidas las pirámides del Sol y de la Luna. ¡Ah! y además quienes elaboraron esa propuesta descabellada no habían tenido en cuenta que la naturaleza había puesto un cerro atravesado en donde debían ir las pistas.

Por todas esas razones, más otras que era preferible no mencionar, cuando los planificadores de Texcoco tuvieron que meter sus objetos personales (además de otros de propiedad pública) en cajas de cartón y desalojar las oficinas públicas, empezó la pesadilla: el gobierno entrante amenazaba con consultar a la sociedad para que ésta decidiera si se continuaba la obra en el viejo lago o si se iniciaba una nueva en otro sitio. Y cuando el ejercicio dio como resultado un rechazo abrumador al proyecto en curso, los partidarios del NAIM de Texcoco movieron todos sus recursos propagandísticos, políticos y jurídicos para detener semejante desatino nacional. El señor Claudio X. González, por ejemplo, promovió centenares de amparos con el propósito de evitar la catástrofe y Felipe Calderón se escandalizó por el tiempo que le tomaría llegar de Las Águilas, en donde vive, a la localidad mexiquense. Y el problema del cerro.

Pero todo fue inútil. Se acordó con los inversionistas del proyecto original la devolución de sus dineros, la construcción en Texcoco quedó suspendida y hoy sus restos chapotean en algo que sí sigue siendo lago; muchos de los materiales de construcción fueron trasladados a Santa Lucía, arrancó la obra, el país se ahorró cientos de miles de millones de pesos, el cerro se esfumó y a principios de esta semana se realizó una primera prueba de pistas en el que será el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. En poco más de un año la obra estará concluida y el Valle de México dispondrá de una red de terminales aéreas suficiente para al menos el próximo medio siglo. Ya se verá a sus detractores abordando y desembarcando en sus instalaciones, muy orondos y como si no hubieran dicho todo lo que dijeron.

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