Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de febrero de 2021Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un vagabundo celestial
L

a plaza Maubert-Mutualité, verdadero polo de atracción para paseantes y turistas antes de la pandemia, parece tan fantasmal como los edificios que se reflejan desde los vidrios de las vitrinas hacia las brumas del cielo invernal. Situada a cien metros de la catedral de París, el terrible incendio de Notre-Dame había menguado la frecuentación turística del barrio y la plaza de la Maub. Confinamientos y toques de queda sucesivos obligan a desertar, incluso a los vecinos de las calles aledañas, suspendida la vida parisiense de cafés y restaurantes cerrados desde hace meses. Así, del folklore de este pintoresco barrio sólo quedan los clochards, únicos habitantes de los días y las noches al exterior. No les queda otra. Sin domicilio, escapan al control policiaco y a los decretos de confinamiento total o parcial. Fantasmas errantes, sus siluetas atraviesan como pueden las noches heladas cuando no lluviosas.

Mientras el toque de queda impuesto al anochecer temprano de invierno en punto de las 18 horas, los clochards flotan entre las prisas de quienes hacen sus últimas compras del día, corren de su empleo a su casa, se despiden de lejos sin darse la mano, acaso con una sonrisa invisible tras el tapabocas que los enmascara. Los vagabundos, mendigos, marginados, sin un techo dónde abrigarse, buscan un rincón para refugiarse de la intemperie. Algunos guardan celosamente su botella de vinaza que beberán, a lo largo de la noche pero siempre demasiado pronto. El vino, aunque malo, dará calorcillo a sus cuerpos tumefactos. Platican entre ellos, se ayudan a caminar, no tienen miedo de tocarse las manos, la piel, de respirar la respiración del otro, sin mascarillas. Las urgencias del mundo no son las suyas, su tictac no es el de los relojes.

El clochard hoy más antiguo de la Maub se llama Darius. Es un hombre originario de Polonia. Su lengua francesa se limita a unas cuantas palabras mal articuladas por su voz pastosa. Fornido, algo espeso, pasa las horas trasladando de un lado a otro sus bultos, a veces también un viejo colchón sucio o un sillón arrojado a la basura por un vecino. Solitario, su escaso vocabulario en francés no le permite comunicarse con los otros teporochos. Darius vigila sus pobres pertenencias, temeroso de ser robado por otros indigentes. En ocasiones, cuando la ebriedad lo posee, da de gritos, aullidos incomprensibles. Reclamaciones a los hados y los cielos. Blasfemias contra la suerte y los infiernos. Nadie se espanta con sus alaridos. Darius es un hombre pacífico y su furia es un acceso pasajero. Algunas mañanas, más crudo que sobrio, se encamina por una calle aledaña a la agencia inmobiliaria Madet, donde François, su generoso propietario, le ofrece un café. Darius se porta, entonces, como un niño agradecido y obediente.

Nadie sabe cómo ni por qué Darius llegó a Francia. Su historia no remonta más allá de unos 20 años. Como si hubiese nacido sólo entonces, su vida no va más lejos. Trabajó algunos años como albañil, dicen quienes lo recuerdan cuando apareció en la Maub. Después, la soledad, el alcohol, la miseria, deben haberse agravado. El hombre es una fuerza de la naturaleza. Otros ya hubieran sucumbido. Sobrevive a inviernos glaciales, a veranos caniculares, al hambre, a la pandemia. Si acaso sabe de ésta, no es parte de sus miedos.

Esta semana, Darius can-turreaba. Un gato pardo, vivaz, estaba instalado sobre uno de sus costales de harapos. Nuestro clochard sostenía una plática con el minino que se dejaba acariciar por sus manos llenas de costras. Se entendían.

Yo había visto clochards con perros que mejoran así las limosnas de los pasantes. Vi una mendiga cargada con un conejo que sujetaba con una especie de bufanda. Un vagabundo con dos changuitos, correas al cuello. Pero nunca había un clochard con un gato que no necesitaba de ninguna amarra para permanecer a su lado. Esa debe ser la comunión entre un hombre y un gato: la errancia en dúo.