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Trump: irresponsabilidad y narcisismo
I

nstigados por el llamado de Donald Trump a impedir la sucesión presidencial a como dé lugar, centenares de sus simpatizantes irrumpieron ayer en los edificios del Capitolio de Estados Unidos y obligaron a suspender la sesión del Congreso en la que debía efectuarse la ceremonia de nombramiento de Joe Biden como presidente electo. Tal como se había anticipado por las convocatorias de fanáticos trumpistas en redes sociales, las protestas excedieron por completo el marco de la libertad de expresión y manifestación, para adentrarse en la sedición y el culto a la violencia: no sólo se portaron sin recato símbolos racistas y emblemas que exaltan el pasado esclavista del país, sino que varios de los asaltantes acudieron armados al Capitolio.

Un agente que resguardaba el Capitolio abrió fuego contra una persona que participó en el asalto a la sede legislativa. De acuerdo con la policía de Washington, la mujer, que era simpatizante de Trump, falleció en el hospital a causa del disparo recibido. En un desplante de egoísmo difícil de comprender en cualquier otro personaje, el mandatario saliente calificó estos trágicos sucesos de algo que sucede cuando una sagrada victoria absoluta les es quitada de manera tan poco ceremoniosa y violenta.

El desarrollo de los acontecimientos impone varias reflexiones. En primer lugar, debe indicarse que el sistema electoral estadunidense nunca ha representado el ejemplo democrático que sus entusiastas pretenden, y que con arrogancia imperial se ha buscado imponer durante más de un siglo al resto de las naciones. Por el contrario, de manera cada vez más inocultable la autoproclamada mayor democracia del mundo arrastra una serie de falencias que ponen en entredicho el gobierno del pueblo: basta con señalar la permanencia del Colegio Electoral –un resabio oligárquico establecido cuando en este país todavía era legal la esclavitud y expresamente diseñado para contener la voluntad popular cuando ésta desafíe al establishment– o la captura casi sin par de las palancas del poder instituido por parte de un puñado de grandes capitalistas mediante, entre otros mecanismos, la posibilidad de hacer donaciones ilimitadas y anónimas a los candidatos a todos los cargos de elección.

Así, la llegada del magnate de los bienes raíces a la Casa Blanca debe leerse como un síntoma de esas miserias, pero también como un acelerador del deterioro que hoy tiene a la superpotencia entregada a la demolición de su propia institucionalidad. Incluso si la irrupción de ayer no supone un daño irreparable al proceso de transición, sí crea problemas graves a corto y largo plazo: por una parte, coloca a los líderes del Partido Republicano en el dilema de rechazar el asalto a la democracia o prolongar la vergonzosa lealtad que le han guardado al mandatario; por otra, abre un abismo entre las instituciones y la sociedad, así como dentro de ésta.

Por último, es imposible soslayar el papel del armamentismo que se ha instaurado en amplias franjas de la ciudadanía estadunidense como un factor que exacerba cualquier tensión, y añade dificultades sin cuento a conflictos que únicamente pueden resolverse mediante el diálogo, la empatía y los mecanismos de conciliación de intereses que son el signo de toda democracia auténtica.

Cabe esperar que el conjunto de la clase política de Washington haga a un lado cualquier mezquindad partidista y se una para poner fin a esa irresponsabilidad narcisista que Trump ya ha llevado demasiado lejos. De otra forma, Estados Unidos se dirigirá a un terreno político sembrado de peligros, en el cual no pueden descartarse nuevos episodios violentos.