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Dignidad y memoria proletarias: defender el mínimo
C

uando Fito (Sánchez Rebolledo) cumplió setenta años, un grupo de camaradas publicamos un libro en su homenaje; entre otros amigos León García Soler, también ausente hoy, se refería al trabajo, el derecho al salario y a la equidad como fuente vital de los derechos sociales. Era un diálogo de revolucionarios asentados en lo que importaba e importa: la condición del otro, del proletario.

Lo menciono porque cuando leo o escucho los argumentos empresariales contra algún incremento en el salario mínimo, siempre me pregunto si sus voceros tienen idea de lo que quiere decir ese mínimo. Constitucionalmente debería servir para asegurar el sustento y la educación del trabajador y su familia, pero se trata de un derecho escrito, nunca ejercido. Por eso suenan destempladas algunas reacciones patronales que, más bien, son reediciones de creencias vetustas, ninguna de las cuales resistió la prueba de la realidad posterior a la determinación del mínimo.

Nunca el salario mínimo ha sido un determinante del ritmo del empleo o el desempleo; tampoco de oscilaciones significativas en el índice de precios al consumidor o al productor. Aunque se decía que el aumento al mínimo era el arranque para que las negociaciones sindicales no fueran a salirse de los cauces previstos para el desempeño económico, en particular por su impacto sobre las finanzas públicas, al día de hoy, que se sepa, nadie ha podido mostrar que los incrementos salariales pusieran en peligro la sacrosanta estabilidad fiscal.

Estos recuerdos, empolvados por este duro año, me refirieron a los años posteriores al 68, cuando muchos de quienes en él participamos pensamos que había llegado la hora de los trabajadores. Desde las asambleas estudiantiles que reclamaban la libertad de los dirigentes o de las brigadas que andaban de un lado a otro sirviendo al pueblo, la esperanza se nutría de las luchas proletarias que empezaron a darse en la pequeña y la mediana empresa hasta llegar a la industria eléctrica.

Los electricistas del STERM, encabezados por don Rafael Galván, apoyaron la realización de una encuesta independiente para proponer un aumento salarial razonable. Fue la revista Solidaridad la que dio a conocer los cálculos a que llegamos, lo que luego fue convertido en nota principal por el periódico El Día. Después, vendría el esfuerzo de una encuesta mayor promovido por Punto Crítico, cuyo primer número, por cierto, llevaba en su portada la proclama referida: Es la hora de los trabajadores.

Por unos años tales empeños encontraron continuidad en grupos y centros de investigación universitarios, hasta que el charrismo sindical, como genéricamente se conocía a la estructura de poder, chantaje y fuerza de las organizaciones oficialistas, respondió con fuerza y maña; violó acuerdos para propiciar la unidad de los trabajadores electricistas y acabó derrotando a la Tendencia Democrática de los mismos.

La hora de los trabajadores fue pospuesta; llegó el auge petrolero y el reclamo democrático originario, que veía en el reclamo social encarnado por los trabajadores su legítima conclusión, pasó a la reserva. Se trató de una derrota mayúscula que debilitó las capacidades sociales que se cifraban en un despertar laboral que fue arrinconado por el gobierno y sus aliados. Empezaron a crecer negocios prósperos de abogados picapleitos, dueños de contratos de protección, cuyo titular era el cacique en turno.

Ahora podemos decir que todo aquello fue el prólogo contradictorio y paradójico, doloroso, de un cambio mayor en las estructuras políticas y económicas de México. Y, aunque todavía no acabamos de asimilar tanta mudanza, con todo y la democracia pluralista afirmada como práctica para constituir y ejercer el poder político, lo que sobresale en nuestro carácter social, que diría C. Wright Mills, es una debilidad primordial que nos impide ser una sociedad moderna y democrática.

Ni sindicatos dignos, ni Juntas de Conciliación presentables; además, la participación del salario en el producto nacional, empezó a declinar con las crisis financieras de los años ochenta, y hoy se ha vuelto moneda corriente.

Aquella hora de los trabajadores fue opacada por el poder estatal y sus esbirros, quienes unos pocos años después vivirían su vergonzosa caída y marginación. Visto así, aquel aldabonazo fue crucial, como corrosivo fue su avasallamiento. Begin the Beguine: defendamos el salario mínimo.