Opinión
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Benjamin o la habilidad de pensar
E

l arte mudo de la ubicuidad. Una época, escribe Hanna Arendt, encuentra sus marcas profundas en los autores aparentemente más alejados y ajenos a ella que, acaso por ello, son los que más la padecen. Como Proust, como Borges, como Kafka, nadie más replegado frente a su propio tiempo que Walter Benjamin. En su obra no aparece ningún indicio, ninguna prueba de las vicisitudes políticas que vivió y enfrentó.

No hay nombres ni paroxismos del ruido de la opinión pública –en la que él mismo se inscribió– que ayuden a encontrar las señales del trasfondo en las que creció. Cuando habla del fascismo, por ejemplo, al que nunca se cansó de impugnar, no aparece ninguna de sus figuras y menos la descripción de sus horrores. ¿De dónde entonces proviene el sentimiento de que su pensamiento parecería entregarse sin concesión a la ubicuidad de su propio tiempo? Una sensación de diálogo incansable con aquello que sólo la piel tiene al alcance.

Tal vez el propio Benjamin lo explica: investigar el estado en el que uno mismo se encuentra, que es precisamente el que apela a los poderes más ocultos, es uno de los caminos más seguros y cortos del conocimiento y la crítica de esos poderes. Porque el mundo se nos presenta como un arsenal de máscaras. El problema reside en cómo exsorcizarlas, cómo desentrañas la felicidad y el dolor que se esconden detrás de ellas. Benjamin llegó a este camino con la conciencia de que los conceptos –la pieza clave del pensamiento– son mudos, no discursivos ni comunicativos. Y en ello se encuentra su verdadera potencia, es decir, en otras palabras, son un hecho poético: el hecho de que siempre se presenten como enigmáticos, prestos a ser disponibles para emprender de nuevo la tarea principal del pensamiento: la pregunta por el pensamiento mismo.

Aquí el método es importante: “el buen escritor no dice más que lo que piensa. Este ‘decir’ no es sólo la expresión del pensamiento, sino su realización misma. Así como el andar no es sólo la expresión del deseo, sino la realización misma del deseo”. Desviarse de esta convicción significa enmudecer al deseo y al pensamiento por igual.

Un dios mexicano. Benjamin tuvo alguna vez el siguiente sueño: en una gruta central inmensa y rematada en punta a la manera gótica se estaba celebrando un servicio divino según el más antiguo rito. Entramos y presenciamos su fase culminante: ante un busto de madera de Dios Padre que se mostraba instalado a gran altura en alguna parte de una pared de la cueva, un sacerdote alzaba un fetiche mexicano. Entonces la cabeza divina se movió negando tres veces de derecha a izquierda. El fetiche mexicano se refiere a la estatua de una deidad indígena. Tres veces moviendo la cabeza de un lado a otro o la ironía de la futilidad de la labor de los misioneros. La evangelización convertida en un apóstrofe jocoso de la propia religión. Humboldt, que escuchó los debates en torno a los hallazgos de la Coatlicue y la Piedra del Sol, descartó ambas piezas como simples documentos de una cultura desaparecida en vías de ser remplazada por la armonía de las formas griegas y clásicas. ¡Qué error! Como todo pensador ilustrado etnocéntrico incapaz de reconocer los poderes ocultos que encierra una religión invisible. ¿No acaso el imaginario moderno mexicano se construiría sobre la base de las deidades, los lugares y las signaturas de su propia antigüedad? Para Benjamin la auténtica religión de una época siempre resulta inaccesible, porque su misión no es solventar la salvación de las almas, sino legitimar lo indecible, el sacrificio admitido. La distancia de Benjamin reside en su multiperspectivismo: el otro no es una impronta universal, sino un mundo posible. Un mundo por indagar.

Vicisitudes del juicio final. En su recensión de F. Christian, L. Klemner escribe que, de seguir así la humanidad, en un tiempo próximo lo único que quedará de ella serán las osamentas de seres humanos exhibidas junto a las de los dinosaurios en los museos que las cucarachas construirán en el futuro. ¿Cómo es que toda visión sobre el juicio final debe basarse en lo inconcebible para ser creíble? Porque para Benjamin el juicio final es ese lugar donde entramos y salimos en cualquier momento terrible de nuestras vidas, no el espantajo de un futuro para gobernar en su nombre al presente.

Una plaza en Berlín. Benjamin se suicidó hace 80 años en un bello paraje de los Pirineos, Port Beau. Hay muchas versiones sobre el hecho. La más elemental es que que quiso ahorrarse la pena de vivir y morir en las mazmorras de un campo de concentración alemán. En realidad no hizo más que transmitir ese dolor a sus persecutores, una nación que adeuda una reflexión sobre el absimo en el que cayó. Nunca se sabe con la historia, y menos con las víctimas que devendrán los jueces mudos del mañana. En Berlín, en 2000 se construyó una plaza que lleva su nombre dotada con un kindergarten y juegos para niños. Como Benjamin lo hubiera querido. Al igual que Heráclito, pensaba que el tiempo de Aion recaía en los niños, de quien será el reino, lo único sagrado, el cuerpo de el-que-viene.

Para Wendy Priscilla González