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Trump se va, el trumpismo no
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ensilvania terminó inclinando la balanza a favor de Joe Biden, quien será el 46 presidente de Estados Unidos. La hazaña no es menor: los demócratas necesitaron 74 millones de votos (la mayor cantidad registrada por un candidato en la historia) para ganarle a Donald Trump. Para muchos, el triunfo de Biden representa el regreso a la institucionalidad y a la cordura. Los más optimistas creen que su estilo de liderazgo permitirá unir a un país profundamente dividido en lo político, en lo racial y en lo económico. Ojalá que así sea. Una conducción menos caprichosa y errática de la política exterior, favorecerá a México. La eventual re adhesión de Estados Unidos al Acuerdo de París es fundamental para frenar el calentamiento global.

El tener a un presidente experimentado, que respeta a la oposición y favorece la construcción de acuerdos, augura buenas cosas para nuestros vecinos en los próximos cuatro años.

Lo que no puede obviarse es que Donald Trump cambió el curso de la historia de esa nación. Su posición pública fue claramente xenófoba, chauvinista (supremacismo estadunidense), defensora de la raza blanca por encima de las demás. Su desprecio por la prensa, por América Latina y su visión maniquea quedarán para el registro y la memoria. Trump se va, pero se queda el trumpismo, un movimiento que, como bola de nieve, fue creciendo hasta desplazar al Partido Republicano y absorber grupos extremistas, como el Tea party. Trump amalgamó a las derechas, unas más religiosas, unas más racistas, unas más antimigrantes, pero todas de acuerdo con el postulado de hacer a Estados Unidos grande otra vez.

¿Qué piensan esas derechas cuando dicen grande otra vez?, piensan en la posguerra, en las zonas industriales con proteccionismo económico de los años 50, en los suburbios de los 60, en la carrera espacial y el predominio de Estados Unidos en el mundo bipolar. A algunos, los más extremistas, les evoca un sistema velado y sutil de castas en función del color de la piel. Piensan en un país predominante y mayoritariamente blanco. Duele decirlo, pero, en pleno siglo XXI, así es. Una sociedad con total libertad para comprar armas y que, con la protección de su Constitución, por conducto de la Segunda Enmienda, hacen su estilo de vida. Un territorio de migrantes invisibles, serviciales. Una nación cristiana, anglosajona y ortodoxa. Donde lo único que los une son los deportes, la bandera y las victorias militares en algún país lo suficientemente lejano como para no tener que preocuparse de más.

Trump logró el voto de 70 millones, no lo olvidemos. Muchos de esos electores son republicanos históricos, otros siguen molestos con el poder establecido ( establishment) de Washington; otros no fueron convencidos por Biden y a muchos más les gusta el estilo rudo y directo de Trump. Muchísimos más le reconocen un adecuado manejo económico y le perdonan la gestión de la pandemia.

Sin embargo, en esos más de 70 millones de votos también están las facciones más radicales y peligrosas. Las que ven el proceso evolutivo de la sociedad estadunidense, la diversidad social y cultural, la migración y el acceso a derechos como una amenaza para la idea sobre la cual fue fundado el –hasta hoy– país más poderoso del mundo.

Trump puede salir de la Casa Blanca, pero la idea que ha creado para millones seguirá viva.

Cuando el Partido Republicano analice con detenimiento la situación, verá que tiene una oportunidad de oro para reconstruir una base que comulgue con políticas públicas y postulados que no son los de Trump.

El presidente saliente corrió a la extrema derecha a los republicanos. Endureció posiciones, radicalizó banderas, abrió la puerta a demonios que parecían exorcizados de la política estadunidese. La enorme responsabilidad del partido que abanderó a Trump al poder es volver al equilibrio y a los pilares ideológicos que tantas veces los han llevado a gobernar.

Trump es síntoma de una era global. Un tiempo complejo para las democracias, las libertades y los derechos sociales. El que Joe Biden haya logrado vencer a un presidente en turno (el último en lograrlo fue Bill Clinton, pero no hay más de una decena de casos en 300 años de historia) es también un ejemplo de lo que las instituciones pueden soportar y la democracia recuperar. El de Biden no es triunfo de los demócratas, es el triunfo de la democracia, la sensatez y la unidad.