Opinión
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Mar de historias

Cuando ya no esté

P

ara Lázaro este es un día importante: después de muchas conversaciones telefónicas, que en varias ocasiones alcanzaron el nivel de una súplica, logró que –como una concesión a su edad– vaya a visitarlo una de las curadoras del museo de Los pequeños tesoros. Desde que leyó ese nombre en una reseña del periódico tuvo intención de conocer el sitio. Lo imaginó como una playa donde el mar arroja objetos valiosos insignificantes nada más por su carga de recuerdos; después, por las circunstancias adversas y ante el peligro de verse afectado, empezó a vislumbrarlo como el refugio ideal para las niñas si él llegaba a faltar.

Lázaro consulta el reloj. Falta una hora para que llegue su visitante. ¿Cómo dijo que se llamaba? Se lo preguntará discretamente cuando la salude y se presente: Lázaro Pavía. Oye que se abre la puerta a sus espaldas. Desde allí, Sonia, la señora que una vez por semana limpia la casa, le dice que ya todo está listo. ¿Seguro?, insiste él. Si quiere, venga a ver, responde Sonia, cada vez más extrañada por el comportamiento de Lázaro.

Durante los meses de confinamiento lo ha visto siempre en bata o cuando mucho en pants; hoy, en cambio, viste camisa blanca y un traje que, a pesar de ser muy holgado para sus proporciones, le favorece y lo hace verse elegante. Este cambio de aspecto la intriga menos que otros detalles. Temprano le pidió que fuera a comprar un ramito de flores, un frasco de café soluble y una caja de galletas. A cada momento se asoma a la sala donde ella trabaja para insistirle en que las niñas deben estar limpias y arregladas.

II

Lázaro entra a la recámara para cerciorarse de que todo haya quedado en orden. Es la primera vez en meses que no hay ropa ni periódicos regados por el suelo. Satisfecho, se dirige a Sonia: ¿Por qué me parece que el cuarto está más amplio? Es que pasé el silloncito a la esquina. Usted me dice si lo devuelvo adonde estaba. No, déjelo allí. ¿Ya sacó la charola y las tazas? No, pero ahorita lo hago. Es cosa de un minuto.

Lázaro se impacienta y vuelve a ser el hombre malhumorado y agrio que ella conoce: Ya casi son las once. A esa hora dijo que vendría la señorita... ¿cómo se llama? Sonia levanta los hombros y sale de la habitación.

III

A solas, Lázaro se acerca a la vitrina, observa la fila de muñecas y habla como si Delia, su mujer, aún estuviera a su lado: Las llamabas mis niñas. Las trataste como si fueran nuestras hijas y me contagiaste tu amor hacia ellas. No era necesario pedirme que las cuidara si te pasaba algo, pero lo hiciste muchas veces, sobre todo al final de tu enfermedad. Te juré que lo haría y lo he cumplido. Espero seguir haciéndolo por mucho tiempo, pero ahora, quién sabe. Desde febrero nos llegó la pandemia. Es algo muy peligroso, en especial para las personas de mi edad. Podría contagiarme y morir. Cuando lo supe pensé: ¿qué sucederá con las niñas cuando ya no esté? No me quedan familia ni amigos; no tengo a quién recurrir.

Lázaro se mesa el cabello en repetidas ocasiones, como siempre que está indeciso: “Estuve pensándolo mucho y al fin encontré el mejor sitio donde tus niñas pueden estar. Es el Museo de los pequeños tesoros. Pensaba ir a visitarlo en diciembre, pero no pude; después vino la pandemia. Llevo meses sin salir, pero en cuanto se componga la situación te prometo que iré para ver cómo están tus niñas. Tocaron, creo que es la señorita del museo... ¿Por qué Sonia no abre?

IV

Lázaro se encuentra ante la mesa de centro donde hay un florero, una jarra, dos tazas y un plato con galletas. Al verlo preocupado, Sonia se esfuerza por tranquilizarlo: Aunque no lo crea, hay muchísimo tráfico, y eso que muchas personas no salen. No se apure, su visita ya debe venir en camino y no tardará en llegar. Hicieron una cita formal, ¿o no? Eso creí, pero veo que me equivoqué, responde Lázaro en tono desolado. ¿Quiere que mientras le sirva un cafecito? Me parece que tocaron. Ve a ver.

Sólo por darle gusto, Sonia se asoma al corredor: No hay nadie. Se lo figuró. Al cerrar la puerta, ve clavados en ella la palma bendita, la imagen de la Virgen de Guadalupe y una imploración bordada sobre cuadrillé. Me encanta. ¿Lo hizo su finada? Sí, colgó todo eso en la puerta para ahuyentar a los ladrones. Eran otros tiempos, creíamos que lo peor que podía ocurrirnos era sufrir un asalto... Ahora sé que hay cosas mucho más terribles, como la que ahora nos está acabando. Muchas personas piensan... Pst, cállese. Ahora sí tocaron. ¿Cómo de que no? ¿Piensa que estoy loco?

Sonia se acerca a Lázaro, pero no se atreve a sentarse a su lado: No lo pienso, pero me preocupa que se mortifique tanto. Aunque la persona a la que espera sea muy importante o un familiar... No es nada mío, es una persona que viene del museo a donde pienso donar a las niñas. Allí no correrán peligro cuando se queden solas. Le prometí a mi esposa cuidar de ellas, y lo haré hasta el fin. Eso quiere decir que las niñas, como usted dice, se irán pronto? No sé cuándo exactamente porque hay requisitos, trámites, papeles que están pendientes, pero se irán, si no al museo, a otra parte.

Sonia escucha el timbre del celular que guarda en la bolsa de su vestido y contesta: Sí, señora Lety, ya lo sé, discúlpeme. Es que se me juntó el trabajo, pero ya voy para allá. Guarda el teléfono y se disculpa: Me tengo que ir. En la casa de mi otra patrona me están esperando, pero si me necesita, me quedo. No, gracias. Váyase tranquila. Sonia corre a la cocina. En segundos reaparece con el cubreboca puesto y se dirige a la puerta: ¿Oiga, y cuando se vayan las niñas, ¿qué pondrá en la vitrina? Para usted, y hasta para mí, será muy triste mirarla vacía.

Lázaro permanece inmóvil observando las flores y oyendo los pasos que se alejan hasta que al fin reinan la quietud y el silencio en la casa. Imagina que todo será así cuando él ya no esté.