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Puntos sobre las íes

Recuerdos // Empresarios (CXXXVIII) // Que bien escribe La Diosa Rubia

A

la salida del comedor, un remolino de aficionados giraba en el hall, donde se bebían los últimos cafés y coñacs. El enorme patio interior, cubierto por toldos, estaba fresco. Las lonas golpeaban suavemente.

Helados, puros y anís del Mono. De lejos nos saludaron Jimmy Andales, Joao y Natalia Paim y Antonio Pérez Tabernero. Junto a ellos aparece una manola. ¿Quién? Cristina Alburquerque. A su lado estaba Cayetana. Una morena y una rubia.

El barullo disminuyó, se tornó menos agudo, pero tenía en el fondo un rugir de tambores.

–¿Qué hora es? –Las cuatro. –¡Vámonos!, dijo alguien, que se hace tarde.

José Tangao no tenía pasaporte ni pesetas. Se había despedido de nosotros en Alfeizerao. Lo hizo emocionado. Había acompañado de cerca todas mis ilusiones y la preparación de mi peligroso caballo Maravilla, ya rechazado por dos rejoneadores por indomable. Hasta cierto punto, los caballistas tenían razón. Maravilla, en la cara del toro, no obedecía sino a sus instintos. Conseguí rejonear con él porque aprendí yo, no él, a tener absoluta confianza en su intuición y soltarle la rienda en los momentos de peligro. A Ruy le daba miedo verme salir con él a la plaza.

–Si un día se equivoca –decía—vas a parar con él al palco de la presidencia.

A pesar del peligro –quizás por eso– escogí a Maravilla para mi presentación sevillana.

José Tanganho, repito, se despidió de nosotros en Portugal. Hacía yo el paseíllo en la Maestranza cuando descubrí la figura inconfundible de nuestro amigo Alfeizerao. Allí estaba él, en medio de la multitud, agitando su sombrero. ¡Qué gracia me hizo! ¿Cómo había llegado y cómo habría entrado? Después, supe que se coló sin billete y sin pasaporte. Maravilla y yo nos entramos con un cárdeno bragado de Cobaleda. ¡Qué bien toreó mi caballo!

–¡Vaya jaca con afición!, gritó uno desde sol.

Y nunca escuché nada más justo. Maravilla tenía locura por torear. Yo era feliz en la Maestranza.

Maestranza de Sevilla,/ La del amarillo albero/ Que huele a manzanilla/ Y a capote de torero…

Fue corta mi alegría. El clarín ordenó el cambio de tercio y tuve que retirarme del ruedo, dejando en él a mi toro. La ley exigía que lo matara un novillero, uno cualquiera.

Al apearme de mi sudorosa y temblorosa blanca, entre las sombras del patio de cuadrillas, conocí una tristeza inmensa. No sabía qué hacer; me sentía como un niño castigado en público. ¿Regresar al ruedo, quedarme en el patio de cuadrillas? Acaricié distraídamente a Maravilla. ¡Qué suerte la de él.

Salí del callejón. Sentí el sol en la cara. Sol de Sevilla. Todo era de oro: la tarde, la plaza, la arena.

¡Súbitamente, se me ocurrió saltar la barrera! Fui corriendo por la muleta. Marcial, que se encontraba junto a la espuerta, adivinó mi intención. Comprendió, apenas con una mirada, lo que ocurría en mi alma. Era torero.

–Si lo hace, me advirtió con cariño, lo echaremos todo a perder. La prohibición será completa, definitiva.

Le miré incierta, quizás tuviera razón; nunca había sufrido, ni había aprendido a saber esperar nunca.

(CONTINUARÁ) (AAB)