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Arturo Lona, mucho más que el obispo de los pobres
E

nvalentonado, Arturo Lona tocó la puerta de la casa del cacique de Huejutla. Él era por aquellos años adjunto de don Bartolomé Carrasco, obispo de esa diócesis desde 1963. La campaña en su contra crecía día a día auspiciada por el señor de horca y cuchillo de esa región de la Huasteca hidalguense. Su vida corría peligro. Pero él, en lugar de arredrarse, entró a la casa de su enemigo, se sentó y de su sotana sacó una pistola calibre .45, que puso sobre la mesa.

–Vengo en son de paz, ¡cabrón! –le dijo al jefe político militar. Sorprendido, el cacique decidió llevarla suave. Terminaron brindando con aguardiente de caña. Años después, en otras regiones del país, sufriría 11 atentados contra su vida.

Oriundo de Aguascalientes, niño en la guerra cristera, joven espectador que se confunde con la violencia de la segunda guerra, el obispo Lona fue hijo de un trabajador ferrocarrilero, Fructuoso Lona y de Dolores Reyes. Su padre decía que él tenía cuatro hijos: dos varones, la mujer y el cura. De él heredó el uso de las malas palabras.

Se ordenó de sacerdote en 1952, con casi 27 años de edad. La convivencia con los indígenas de la Huasteca hidalguense lo marcó para el resto de su vida. Aprendió a hablar náhuatl, donó a comuneros un rancho de cítricos e impulsó una pastoral indigenista.

Cercano a don Samuel Ruiz, fue pastor generoso que buscó hacer compatible la cultura de las comunidades indígenas con la evangelización, abrazó la teología liberadora en la opción preferencial por los pobres, y criticó por igual al sistema político y a los príncipes eclesiales.

Siempre atento con los pobres dentro de los más humildes, pionero en la lucha por la defensa de los derechos humanos en América Latina –cuando la legitimidad de esta causa era incipiente–, protector incansable de los migrantes, fue fundador del Centro de Derechos Humanos Tepeyac de Tehuantepec. Desde su vocación mariana, defendió a las mujeres víctimas de violencia.

Impulsor de la comunalidad como forma de organización productiva, promovió en 1981, junto al sacerdote holandés Francisco Van der Hoff, la formación la Unión de Comunidades Indígenas de la Región del Istmo (Uciri), primera organización de productores de café orgánico del país, artífice del movimiento por un comercio justo. Con las esposas de productores de ajonjolí, fomentó Comunidades en el Camino, asociación que elabora aceite orgánico de esta oleaginosa que se exporta exitosamente a Corea del Sur.

En agosto de 1971 fue consagrado obispo de Tehuantepec, diócesis fundada en 1891, que abarca 25 mil kilómetros cuadrados de costa, selva y montaña. Territorio de pueblos indígenas como zapotecos de la costa y de la sierra, ikoots, mixes, chontales, zoques, huaves, mazatecos, chinantecos y mixtecos, a ella pertenecen las ciudades de Tehuantepec, Juchitán, Ixtepec, Salina Cruz y Matías Romero.

El Istmo de Tehuantepec era, a la llegada del obispo Lona, una región afectada por grandes proyectos de inversión –como la presa Benito Juárez– que alteraron profundamente las estructuras sociales, en la que el catolicismo institucional estaba debilitado, la práctica de un sincretismo religioso sin mediadores institucionales se encontraba extendida, había fuertes tendencias hacia la autonomía regional, el uso de la lengua zapoteca era frecuente y había una creciente y poderosa movilización popular, de la que la lucha de la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo (Cocei) era parte.

El obispo recorrió el Istmo de un lado a otro, pueblo por pueblo. Se acercó a la gente, conoció sus culturas y su geografía. Lejos de oponerse a las protestas sociales, acompañó a muchas de ellas. Formó catequistas, promotores laicos y Organizaciones Eclesiales de Base (CEB). Incubó organizaciones autónomas de campesinos que atendían simultáneamente sus necesidades religiosas y su problemática socioeconómica. Convocó a faenas comunitarias, estableció cajas de ahorros, cooperativas y clínicas rurales.

Su sencillez y buen humor eran proverbiales. Cuenta el profesor Rogelio Vargas Garfias que, un día, su coche Datsun 1980 quedó atascado en un lodazal. El obispo Lona pasó por allí en una destartalada camioneta Ford. Al ver los esfuerzos que Rogelio y su familia hacían para salir de allí se dispuso a ayudarles. En ese momento el auto, empujado como por una fuerza milagrosa, venció la resistencia del lodo y las aguas estancadas. El padre sonrió, se acomodó su cruz de madera en el pecho, y dijo: ¿Fue Dios o están grabando un comercial para la Datsun?

La labor emancipadora de don Arturo le valió que sus superiores religiosos lo hostigaran y persiguieran. Tuvo que soportar todo tipo de humillaciones de estas gentes. En 1986 acudió a Roma para aclarar una acusación del entonces nuncio apostólico Jerónimo Prigione. Años más tarde, Justo Mullor le pidió la renuncia.

El antropólogo Gerardo Garfias, su monaguillo cuando tenía siete años, recuerda cómo, en San Francisco la Paz, Chimalapas, Arturo Lona construyó una iglesia en medio de la nada, y cómo, cuando iba al seminario, servía la mesa. Era muy pueblo, asegura.

Arturo Lona caminó siempre al lado de su gente. Para él, la pobreza no era una fatalidad, o un destino o una condición. Tampoco una desgracia. Era, lisa y llanamente, una injusticia. El sistema económico, aseguraba, no tiene la última palabra. Por eso se dedicó a combatirlo. Su vida da fe de su empeño en ello. No en balde fue mucho más que el obispo de los pobres.

Twitter: @lhan55