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En defensa propia

Rescate del patrimonio cultural

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▲ Un trabajador del INAH restaura un retablo en un templo de Tlaxcala.Foto Cuartoscuro.com
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ultura es modo de vida; es quehacer cotidiano en sus múltiples expresiones; igualmente, es reflejo de las estructuras sociales y formas de poder, así como es testimonio de la creatividad artística, del lenguaje y de las costumbres colectivas de un pueblo y una nación que, de esa manera, construyen su identidad, fortaleza y orgullo. En la más alta jerarquía de las grandes culturas que han trascendido históricamente, destacan las naciones originarias de Mesoamérica, asentadas en nuestros territorios hace miles de años, cuyos evidentes y singulares testimonios, desde el Preclásico olmeca hasta el Posclásico azteca, revelan el esplendor de esos pueblos que, con la misma fortaleza, siguieron expresándose culturalmente durante el periodo virreinal, así como en el México decimonónico y contemporáneo, formando así nuestro inmenso y valiosísimo patrimonio histórico.

Esos valores mexicanos, al igual que los que les son propios a las más importantes civilizaciones universales tienen, además de su gran contenido sociológico e histórico, un relevante elemento de aprecio económico que es intrínseco a sus tesoros ancestrales que siempre han provocado la ambición y la codicia de conquistadores, mercenarios y saqueadores, quienes han visto a esos bienes como materia de rapiña, lo que puede simbolizar su capacidad de conquista y de dominio político, o el cínico objetivo de lucro delincuencial y de posesión patológica. De esa depredación implacable pueden dar cuenta los territorios emblemáticos de las culturas más señeras de la humanidad, en la misma forma que cualquier otro asentamiento humano que sea significativo y que haya dejado huella permanente ya que, en todos esos casos, los despojos se han dado de manera recurrente, brutal y despiadada, como lo atestiguan sus grandes monumentos y centros ceremoniales, así como decenas de miles de piezas extraordinarias que hoy se encuentran encadenadas en las cárceles museográficas de sus conquistadores; mientras los mercaderes venden y subastan trozos de cultura y de identidad colectiva, sin la menor conciencia de la gravedad de sus delitos, lo que ha movido a países civilizados y a organizaciones mundiales, como la Unesco, a establecer una defensa comprometida y solidaria frente a esos crímenes contra la humanidad. En el caso mexicano, la defensa de nuestro patrimonio cultural tiene lejanos antecedentes que se iniciaron como respuesta al saqueo permanente que hemos sufrido y que se multiplicó en el siglo XIX, llegando hasta hoy. Es así como se fueron expidiendo leyes y decretos para su protección, desde 1896 y 1897, para repetirse en 1914 y 1916; estableciendo en 1934 un sistema obligatorio de registro de propiedad arqueológica; para que después, en 1970 y 1972, se lograra finalmente crear una legislación verdaderamente defensora de ese patrimonio, misma que obtuvo una reforma en 2018.

Con base en ese sustento legal, entre 1970 y 1976, el gobierno de la República pudo recuperar más de 40 mil piezas arqueológicas y coloniales que se encuentran en custodia de los institutos correspondientes. Entre los más destacados ejemplos se hallan El señor de las limas y El cuarto códice maya, así como variados estípites, óleos y retablos barrocos de extraordinario valor, junto con tantas otras muestras significativas de la cultura mexicana.

En esa lucha singular también se consiguió establecer y adherirse a dos convenios internacionales; uno entre México y Estados Unidos, en 1970, y el otro multilateral, con la Unesco, en 1973, los cuales prohibieron la importación y exportación ilícita de bienes culturales. Ambas legislaciones señalan dos condiciones fundamentales para la reivindicación de los bienes saqueados: la primera es que haya un registro previo del bien a rescatar y, la segunda, que se pueda probar que el mismo fue exportado ilegalmente en fecha posterior a la entrada en vigor del tratado correspondiente. En razón de lo anterior, todas las denuncias que se presenten sobre saqueo internacional deben acompañar, como pruebas indispensables, la prexistencia y el origen del bien saqueado, demostrando también que éste se encontraba en poder y en el territorio de nuestra nación después de 1970 y 1973, años en que entraron en vigor los convenios referidos.

Para contar con esa prueba indispensable, es necesario realizar de inmediato una verdadera cruzada nacional, con participación comunitaria y a un mínimo costo, para fotografiar –certificando fecha y ubicación–, todos los bienes arqueológicos, históricos o artísticos, que es obligatorio defender, estén o no inventariados previamente; ya que, si se cumple con ese requisito, el patrimonio cultural de la nación se podrá reivindicar legalmente con indudable éxito. Por excepción, y cuando no se cuente con esos antecedentes identificables y fechados, también existe la posibilidad de que la institución afectada pueda intentar juicios civiles en los países donde se vendan o se subasten estos bienes, exigiendo que el detentador de una pieza en esas condiciones demuestre su legítima procedencia. Esos trámites judiciales no siempre garantizan éxito, pero sí pueden contener a los saqueadores. Nuestro patrimonio cultural es para los mexicanos identidad, fortaleza y el símbolo más poderoso de nuestra soberanía individual, como pueblo y nación. ¡Hay que defenderlo a toda costa!