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Puntos sobre las íes

Recuerdos // Empresarios (CXXXVII)

S

í, era demasiado. Cuando Conchita conoció la primera y bellísima feria en España, el impacto recibido fue de tal magnitud que sus ojos –dijo– eran chiquitos para abarcar lo que la rodeaba.

Continuemos con ella.

Era de día; casi no había automóviles; la guerra había acabado con su importación. Por lo tanto, todo el lujo estaba en los innumerables coches tirados por preciosos caballos.

–¡Mira, mira, allí van las cinco yeguas tordas de Roberto Osborne! ¡Mira, mira qué coche trae el marqués de Villamarta!

Estas exclamaciones y otras muchas por el estilo me dirigía Ruy al pasar conmigo entre el remolino y el bullicio. No tardé en conocer algunos caballistas y ganaderos, en distinguir los coches de muchísima gente. El más original me pareció ser el del duque de Alba: pequeño y sencillo, tirado por una pareja de mulas primorosamente enjaezadas. Pasó entonces doña Sol, la señora más castiza del mundo. Ella, la duquesa de Santoña, hacía casi 50 años que paseaba a caballo por las mismas calles. Su joven sobrina Cayetana, hija del duque de Alba, la acompañaba. Detrás de la elegante pareja venían unos jinetes inconcebibles. Turistas que comentaban que la feria es sinónimo de carnaval. Se trajeaban en corto , con cuello de sport y un sombrero enterrado hasta la nuca. Pero iban felices. Se aproximó Álvaro Domecq en su magnífica yegua Espléndida ; era un jinete suave, fino, estaba a caballo como quien está en un salón. Era un señor. Desde un rincón de la caseta abierta del Aero Club, donde nos recibió Manolo Bermudo, hacía polvo y calor, se bebía buen vino y se quebraban deliciosos mariscos. Pasamos por una caseta elegante. Entramos; las visitas eran realezas extranjeras, príncipes brasileños. Llamaron a Ruy. El jamón serrano se convirtió en caviar. Pero la alegría era igual. Fui snob; me gustó el caviar.

Al rato, en el hall del bello hotel Alfonso XIII, entraban y salían caballistas y flamencos, ganaderos, apoderados, periodistas y turistas. Cossío conversaba con Belmonte. Los cuatro amigos de Portugal –Víctor, Antonio, Bustorff y Camilo– ocupaban sillones y se abanicaban con los sombreros. Venían de Antequera. Entraron los mellizos Palla, los ganaderos Infante, surgieron los amigos mexicanos Antonio Llaguno, Tono Algara y Pepe Madrazo. Abrazaron a los Urquijo. Atravesaron el hall el conde de la Corte, buscando a Marcial, Felipe de Pablo Romero, Luis Ramos, el conde de Santa Coloma, Joaquín Murube y el marqués de Albayda. ¡Qué gracia me hacía conocer a tantas personas con nombres de ganaderías! En América el ganado lleva casi siempre el nombre de la finca, no el del ganadero. Así era más taurino ¡y la responsabilidad era mayor! En eso, vi entrar a un señor de sombrero ancho y suave, algo tejano. Era don Gregorio Corrochano. Le conocía hacía muchos años de la tribuna del picadero, cuando los aficionados hablaban de sus célebres crónicas de las grandes tardes de toros. ¡Ay, si ese señor escribiera bien de mí! El pensamiento de una crónica suya se quedó conmigo. ¿Cómo iba a escribir si no podía verme torear a pie?

El birburín iba en aumento. El señor Koil y el señor Lopera, en la administración, atendían mil peticiones. Roberto, el conserje, se las entendía con igual número de problemas para las entradas a los toros. Las telefonistas hacían llamadas. Panteón, el maitre de´hotel , se veía en apuros para atender a cuantos llegaban. Durante media hora se oyó decir: Mesa para dos, para el señor marqués de Manzanedo; mesa para 20, para el señor Infante; “Mesa para cinco…” y el enorme salón se llenó. Hervían los comentarios y el ruido de platos y cubiertos hacía un fondo ideal para la gastronomía. Los camareros se movían sobre la alfombra. ¡Agua de Solares, Vino Rioja, Fresones!...

(Continuará) (AAB )