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Juicio de residencia
E

l llamado juicio de residencia jugó un papel muy importante en lo que ahora son nuestros países durante los primeros años de su época colonial. Después, en la medida en que se volvía más compleja la administración y crecía el número de funcionarios, fue perdiendo formalidad y acabó convertido en un trámite que, siendo hipotéticamente obligatorio según la legislación de Castilla y lo que, de ésta, se aplicó en América, con frecuencia no se cumplía o simplemente se llevaba a cabo una suerte de simulacro. Además, claro está, de que también se eludía con frecuencia mediante una corta feria.

Pero en principio, el saber que se tenía que pasar por él, de seguro que contuvo algunos de los muchos desmanes que, como quiera, llevaron a cabo las autoridades peninsulares.

A dicho juicio lo ha definido el jurista yucateco Juan Pablo Bolio Ortiz más o menos de la siguiente manera: al terminar el desempeño de una función, en primer lugar, unos jueces nombrados por el Consejo de Indias revisaban las actividades del susodicho y se le daba la oportunidad de que argumentara en su favor. Posteriormente, se escuchaba a cuantos tuvieran agravios y se reunían cargos que hubiera en su contra.

Como decía una de las famosas Partidas de Alfonso X, apodado El Sabio, se procuraría hacer derecho a todos aquellos que [del funcionario] se hubiesen recibido entuertos.

Se dice que el dicho juicio se origina en Roma entre las facultades del magistrado que se denominaba defensor de la ­ciudad.

Dicho en términos contemporáneos y locales, los personajes que detentaban cargos de importancia con nombramiento real, no así el rey quien lo era por derecho divino, tenían que pasar por la báscula.

Con muy buen tino, el doctor Bolio Ortiz concluye uno de sus textos insistiendo en la necesidad de que el Estado mexicano cuente con un recurso para enjuiciar a todos los funcionarios públicos, no como excepción sino como regla.

Con esta perspectiva, no parece que debiera armar tanto alboroto que se abra la posibilidad de revisar las cuentas de gobernantes anteriores a los cuales, sin que estuviera claramente establecido, hay muchos que, a pesar de haberse quejado de su corrupción, ahora sostienen que no se les puede molestar ni tocar ni un pelo, lo mismo que a los monarcas por la gracia de Dios habidos en ­España.

Quizá valdría la pena recordarles a quienes ahora se desgarran las vestiduras, porque hay quien osa sugerir que convendría también pasarlos por la báscula, que en México, chueco o derecho, al menos formalmente, todos los gobernantes lo han sido por la voluntad del pueblo, a pesar de lo cual tenemos claro que han constituido unos más que otros en uno de los principales vértices de la corrupción que tanto daño hace a nuestro país.

A partir de aquí, tal como lo está promoviendo el diputado del Congreso de Jalisco Héctor Pizano, en un país con tanta miseria como el nuestro, vale la pena que el mal uso del erario no debería ser un delito menor y prescriptible. Es, no cabe duda, en verdad un delito de traición a la patria o, como se dice también, un crimen de lesa humanidad.

*INAH