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Cultura y ley
H

ace unos días murió, de avanzado cáncer, una mujer que fue un referente de las leyes: Ruth Bader Ginsburg, ministra de la Corte Suprema de Estados Unidos de América. Sufrió, intensamente y en carne propia, los efectos de una arraigada y extendida cultura discriminatoria de su país. Las grandes escuelas de la Ive League del este estadunidense tenían rigurosas cuotas de admisión, tanto para judíos como para mujeres. Dos injustas rémoras que ella acarreaba. A pesar de ello, pudo acceder a la escuela de derecho de la Universidad Harvard. Ella y su esposo cursaron, con dificultades adicionales, las materias requeridas para terminar su propósito. Ella tuvo que suspender el último año y completar sus créditos, en la Universidad de Columbia, en Nueva York. En aquellos días las mujeres no recibían grados de Harvard, aunque estudiaran, igual que los hombres, los mismos cursos: ellas los obtenían de Radcliffe College, la escuela para mujeres. Una diferencia notable en la categoría e importancia de dichos diplomas. Ginsburg regresaría, años después, para terminar sus créditos y recibir, finalmente, su pendiente diploma.

La cultura discriminatoria, basada en el sexo de las personas, dominaba, casi por completo, el ambiente público y privado estadunidense. Fenómeno extendido por la casi totalidad de los países del mundo. La diferencia con los demás era que en Estados Unidos tal discriminación se apoyaba en innumerables leyes que la hacían no sólo generalmente aceptable, sino obligatoria. Ginsburg hizo consciente tal situación inconstitucional y buscó la manera de cambiar lo establecido. El ámbito judicial estaba dominado por estrictos practicantes de dicha deformación cultural discriminatoria. Eso acentuaba la deformación en otros ámbitos de importancia laboral, familiar, deportiva, religiosa, política, policiaca, fiscal, etcétera.

Después de buscar la ruta para plantear sus alegatos ante los jueces, Ginsburg encontró la sólida base que le daría los argumentos para lograr su cometido: el cambio cultural hacia la igualdad. Cambio que crecía hasta dominar amplios estamentos y ángulos de la vida pública. Pudo, entonces, al tiempo que evitaba pronunciar la palabra sexo, ir –sobre todo en un inicio– ganando casos donde los discriminados eran hombres: viudos o solteros. Al final pudo triunfar, en sendos juicios ante la Corte, a más de 300 personas. Muchas, la mayoría, de mujeres discriminadas. Su larga estancia como ministra se distinguió por su continuada e inteligente defensa de causas progresistas. Los cambios que introdujo han llevado a experimentar una convivencia más sana y justa. Es por ello que buena parte de la población estadunidense ahora le rinde merecido tributo.

Hace también unos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador envió a la Suprema Corte de Justicia de la Nación una pregunta para que los ministros se pronuncien por su constitucionalidad. Al mismo tiempo se hicieron llegar al más alto tribunal los resultados de una consulta pública (unos 2.5 millones de firmantes). Ambos asuntos se dirimirán mañana jueves. La Corte deberá responder sobre la validez constitucional que pretende llevar ante las autoridades correspondientes a varios de los que fueron presidentes de México para ser juzgados.

Es casi generalizada, entre la opinión ilustrada que se expresa en nuestro ámbito colectivo, que la Corte, con seguridad, determinará la inconstitucionalidad de tal asunto. El alegato central dice que no se puede pedir a la Suprema Corte que determine si, basándose en una consulta y con esa pregunta, se puede llevar ante el tribunal respectivo a tales personas. En todo caso, sostienen, si alguien denuncia o la autoridad encuentra algún delito cometido por ellos, debe proceder de inmediato y no requerir de una consulta popular. En efecto, esa actitud y manera de razonar es la esperada de la cátedra difusiva. Es preciso añadir una sutileza adicional: la acendrada postura, opositora al régimen, de la mayoría de esos profesionales de la opinión difundida.

Lo que se soslaya y es más que notable en el dictamen del ministro ponente, es el sustrato de un masivo y actual cambio cultural. Cambio que se aprecia por múltiples vertientes hasta ahora insospechadas, pero que afloró en la rebelión electoral de 2018. Si hubieran tenido un poco más de tiempo los organizadores de la consulta el número de firmas tal vez hubiera sido de adicionales millones. Esa corriente de cambio ciudadano forma, o no, el río que trastoca la validez, la intencionalidad o la legitimidad misma de las leyes vigentes. Son voces, acciones que afectan, o no, principios constitucionales. ¿Puede o debe la Corte sumergirse en esta caudalosa afluencia de opiniones y dolores, daños y airados reclamos populares a los que sienten culpables y transgresores: los ahora ex presidentes?