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Relatos del ombligo

La reforma del Chapulín

S

ímbolo de la realeza suele ser –al igual que la corona– el castillo, edificación que, rodeada por grandes muros o inalcanzables rejas, guarda un espacio reservado para unos cuantos privilegiados en el que la monarquía, alejada del pueblo y llena de privilegios, puede ser criticada de todo excepto de no saber, a costa de sus súbditos, cómo divertirse. En el continente americano existen varios castillos pero, de su totalidad, solamente uno ha sido sede de monarcas; se trata del Castillo de Chapultepec, cuya construcción, originalmente basada en el capricho, hoy tiene una utilidad real (así, en minúsculas).

Fue edificado en la parte alta del cerro del Chapulín, justo en el corazón del bosque, lugar de recreo predilecto de Moctezuma I –quinto huey tlatoani–, y sitio de manantiales que dotaron de agua, a través de un acueducto diseñado y construido por Nezahualcóyotl, a la gran Tenochtitlan. En este lugar, el monarca mexica aprovechó la abundancia de líquido para llenar varias albercas que ahí, además de algunos temazcales, mandó a construir y que, desgraciadamente con la llegada de los españoles al valle del Anáhuac, fueron destruidas por Hernán Cortés, no sin antes haber aprovechado en ellas, al lado de la Malinche, más de un chapuzón.

El Bosque de Chapultepec ha sido, desde tiempos inmemoriales, emblemático para los mexicanos, además de fuente de recursos en la que sus antiguos emperadores reposaban y contemplaban la naturaleza. Los españoles, conscientes de ello, destruyeron, además de las albercas de Moctezuma I, un templo prehispánico construido en la cima del cerro, y en su lugar levantaron una ermita franciscana dedicada a San Miguel Arcángel. En 1785, en el mismo sitio, Bernardo de Gálvez, 49 virrey de la Nueva España, mandó a construir una casa de descanso que, a partir de ese momento, comenzó a sufrir una gran cantidad de modificaciones arquitectónicas y de uso.

De casa de recreo se convirtió en un castillo que funcionó como sede del Colegio Militar; posteriormente, en 1847, se usó como fortificación para dar frente a la intervención estadunidense, y fue escenario de la valiente defensa de los niños héroes a la patria. En 1865, en una circunstancia ya no heroica, Carlota y Maximiliano de Habsburgo fijaron como su residencia imperial al Castillo de Chapultepec. Con todo y la opulencia, y pese a ostentar la investidura de emperatriz, Carlota extrañaba mucho su vida al otro lado del mar, por lo que Maximiliano mandó construir una avenida que, al igual que la avenida Louise, de la natal Bruselas de su esposa, condujera del bosque al centro de la ciudad; la nombró avenida de la Emperatriz y, en una clara muestra de que nadie sabe para quién trabaja, hoy se llama Paseo de la Reforma.

Con el mismo tono melancólico de la avenida de la Emperatriz, y debido a su magnífica vista al valle de México, el castillo fue nombrado Miravalle, para recordar la anterior residencia de Carlota y Maximiliano, ubicada en Trieste, Italia, cuyo nombre es, gracias a su vista al Adriático, Miramar. En la Ciudad de México, Miravalle fue modificado y suntuosamente decorado, los muebles se trajeron de Europa, y se construyó un balcón con vista a la avenida de la Emperatriz para que Carlota pudiera apreciar, desde lejos, el regreso de su amado a casa. A esta expresión, aparentemente romántica, Maximiliano le dio una interpretación afable, pero lo más seguro es que su auténtico motivo respondiera a un asunto de celos, pues de nadie es secreto que el noble austriaco era todo un galán que, cuando no estaba predicando con el ejemplo las bondades de la ingesta de cerveza en El Nivel –cantina contigua a Palacio Nacional que hasta 2008 tuvo sus puertas abiertas–, andaba, muy seguramente, persiguiendo a una de las numerosas damas que, en los bailes auspiciados por los conservadores mexicanos de aquel entonces, suspiraban por una mirada del príncipe extranjero.

Tras la caída del segundo imperio, el Castillo de Chapultepec se convirtió en residencia de varios presidentes, pero no de todos; para Benito Juárez, vivir en un castillo resultaba ajeno a la austeridad republicana; Porfirio Díaz prefirió radicar en la actual calle de Venustiano Carranza desde donde, diariamente, caminaba a Palacio Nacional; Lázaro Cárdenas consideró inadecuado vivir en el Castillo de Chapultepec y, por decreto, en febrero de 1939 ordenó que se convirtiera en la sede del Museo Nacional de Historia. En 1944, el castillo abrió sus puertas al pueblo de México para dejar de ser un lugar históricamente exclusivo a las más altas esferas del poder y convertirse en un recinto que, en su recorrido, ayuda a entender por qué actualmente los castillos monárquicos sólo se construyen en el aire.