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Urbanismo ancestral
L

a ordenación urbana ha sido una preocupación constante en esta ciudad desde su creación. Cada gobernante azteca realizó obras que fueron conformando la espléndida metrópoli que encontraron los españoles. Bella y ordenada, con sus cuatro barrios, el mismo número de amplias calzadas y decenas de acequias que facilitaban la comunicación y una rica vida comercial.

Al conquistarla y decidir que ahí fundaría la capital de la Nueva España, Hernán Cortés encargó a Alonso García Bravo que diseñara la traza. Éste se basó en gran medida en la que ya existía. El jumétrico hizo un plano regulador de la parte de la ciudad que habitarían los españoles en el que se señalaron las manzanas y calles. La traza comprendía un espacio relativamente reducido y en sus límites demarcaba el área destinada a los indios, que se extendía rodeando a aquella.

Esto no fue cabalmente respetado, ya que a los pocos años los antiguos pobladores comenzaron a invadir la zona supuestamente exclusiva para los hispanos; era mejor no sólo para los indios: a sus patrones les era mas cómodo tenerlos cerca. También se incrementó el mestizaje que creó lazos de parentesco.

La dinámica social se fue imponiendo y la ciudad se desarrolló de una manera anárquica, regida fundamentalmente por el crecimiento de la población, que iba invadiendo los barrios de indios asimilándolos a la traza española.

Algunos virreyes intentaron ordenar el crecimiento urbano, como Luis de Velasco, quien en 1592 ordenó que “…se hiciera una alameda para que se pusiese en ella una fuente y árboles que sirviesen de ornato a la ciudad y de recreación a sus vecinos”. El sitio elegido fue a las orillas de la capital, hacia el poniente. Esta obra le dio otra dimensión a la villa virreinal y abrió un polo de desarrollo urbano.

Otro virrey que dejó huella en ese sentido fue el conde de Revillagigedo, quien a fines del siglo XVIII emitió ordenamientos de seguridad pública, recolección de basura, transporte y comercio e hizo obras públicas que mejoraron enormemente la calidad de vida de los capitalinos. Entre otras cosas, encargó al arquitecto Ignacio de Castera un proyecto integral y éste preparó un verdadero plano regulador, el primero de esos alcances que se hizo en México. La propuesta de Castera es impresionante por su modernidad, ya que plantea una redefinición de la ciudad colonial; esto implicaba la demolición de casas y partes de conventos. Su elevado costo y las quejas de los ciudadanos afectados y de otros colegas, seguramente envidiosos de que se diera a Castera obra de tales dimensiones, impidieron que se llevara a cabo, aunque siglos más tarde varias de las que propuso finalmente se realizaron.

El siglo XIX fue testigo de profundas transformaciones; un factor definitivo fueron las Leyes de Desamortización de los Bienes de la Iglesia, que dieron lugar a un cambio en las formas arquitectónicas y el rompimiento de la vieja traza colonial. Se abrieron calles y avenidas, sobre las ruinas de los conventos surgieron nuevas construcciones en estilo europeo y las casonas coloniales se modernizaron.

Una obra significativa fue la creación del Paseo de la Reforma, obra del emperador Maximiliano, que inició como una calzada de terracería que tenía el propósito de contar con una vía recta y amplia para llegar al Castillo de Chapultepec, donde tenía su residencia.

Al paso del tiempo se transformó en una hermosa avenida que llevó a que los pudientes construyeran lujosas residencias a sus lados. El ayuntamiento de la ciudad buscó ampliarla y embellecerla y estableció la obligación a los dueños de los predios que dejaran frente a ellas un jardín de ocho metros por lo menos, ofreciéndoles a cambio la exención del pago predial por cinco años. Así surgieron los anchos camellones que la hacen majestuosa. Ahora el lugar de esas mansiones lo ocupan altos rascacielos y la transformación continúa.