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Vox Libris
Hernán Cortés: inventor de México
Periódico La Jornada
Domingo 24 de mayo de 2020, p. a12

En este libro, Juan Miralles intenta reconstruir todos los aspectos de la vida de Hernán Cortés a partir de una información copiosísima. El autor, que se ha dedicado durante casi 30 años a investigar sobre el conquistador, presenta la que tal vez sea la primera biografía exhaustiva de Cortés, con testimonios de primera mano de cronistas, y desecha los dudosos o apócrifos para trazar un retrato crítico y ponderado del personaje. La biografía ofrece también los aspectos más íntimos del personaje, como su vida amorosa. Con autorización del Grupo Editorial Planeta reproducimos un fragmento del libro Hernán Cortés. Inventor de México, para nuestros lectores.

El trampolín antillano

Colón volvió a España hablando maravillas de lo que había encontrado. Era la tierra de Jauja. Fue tan grande el entusiasmo que despertó, que pocos meses después partía de nuevo, para el que sería su segundo viaje, al frente de una flota de diecisiete navíos, llevando consigo a un número cercano o a los mil quinientos hombres, que habrían de establecerse en La Española (isla compartida hoy día por Haití y República Dominicana). Pero pronto se apagaría el entusiasmo, pues antes de transcurrir tres años la mayoría sucumbió al hambre y a las enfermedades. La colonización española en América, o las Indias, como entonces se les llamaba, comenzó con el pie equivocado. Ni Colón tenía madera de colonizador, ni los hombres que trajo eran los indicados. Hidalgos y gente de palacio. Se dio el caso de que Bernardo Buil, un benedictino que Fernando el Católico había colocado a manera de comisario político, desertó regresándose a España por diferencias que tuvo con él, y porque consideró que aquello era inviable. Ante un fiasco de esa magnitud, se revisaron las coordenadas del proyecto. Ciertamente, no era lo que se esperaba. No existían riquezas. Pero como Isabel y Fernando habían asignado a España la tarea de evangelizar el orbe, se resolvió seguir adelante.

La cristianización pasó a ser el objetivo prioritario. El problema con que se topó entonces fue que las Indias habían perdido rápidamente el atractivo. Nadie quería ir. Y como escaseaban los voluntarios, se llegó a acudir al recurso de poblar con convictos a quienes les era conmutada la pena por el destierro a La Española. Así, el Nuevo Mundo pasó de la tierra de Jauja a una colonia penal. El capítulo de los convictos es poco conocido; sin embargo, el padre fray Bartolomé de Las Casas ha dejado el testimonio siguiente: déstos cognocí yo en la isla a algunos, y aun alguno, desorejado, y siempre le congnoscí harto hombre de bien. Se desconoce el número de desorejados desterrados a la Española; lo que sí se sabe, es que se trató de una práctica que pronto se abandonaría. Colón, que demostró una notoria incapacidad para gobernar, terminó mal y es bastante conocido el capítulo de su retorno a España, cargado de cadenas, junto a sus hermanos Bartolomé y Diego. Francisco de Bobadilla, el juez que lo remitió, tuvo un encargo muy breve, y fue sucedido por Nicolás de Ovando. Con éste llegó un regular número de labradores y artesanos. Es entonces cuando comienza a cimentarse la infraestructura de la colonización; de su época datan las construcciones más antiguas conservadas hoy día en Santo Domingo. Comenzaba a asentarse su gobierno, cuando en 1509 llegó a sustituirlo Diego Colón, el primogénito del descubridor, quien venía investido del nombramiento de virrey-gobernador. La designación, más que a un acto derivado de la Capitulación de Santa Fe, que según interpretaba la familia Colón, les daba derecho al gobierno de las Indias a perpetuidad, respondía a la circunstancia de que Diego se casó con doña María de Toledo, sobrina del duque de Alba, y fue éste quien obtuvo para él el cargo, mismo que el monarca tuvo cuidado en señalar que sería sólo por el tiempo que mi merced e voluntad fuere. Antes de su partida, Fernando el Católico, quien conocía a Diego desde su infancia, pues lo tuvo como paje, le impartió instrucciones muy precisas, delimitando los términos de sus atribuciones; pero llegado a Santo Domingo lo primero que hizo fue apartarse de lo ordenado. Fue amonestado, en carta cuyo portador fue su tío Bartolomé; pero como persistiera, y llovieran las quejas en contra suya, se le llamó de regreso, abandonando la isla a fines de 1514 o comienzos de 1515; confiaba en volver pronto, por lo que dejó atrás a la esposa y dos hijas. Pero antes de su partida, había tomado una decisión que tendría resultados trascendentales: ordenó a su lugarteniente Diego Velázquez, que procediese a la ocupación de Cuba.

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▲ Juan Miralles (Tampico, 1930-Ciudad de México, 2011), diplomático e historiador.
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Mal podría hablarse aquí de una conquista, pues aquello, más que una campaña, se redujo a una toma de posesión llevada a cabo con muy escasa resistencia. Prácticamente, el único en oponerse fue Hatuey. Éste era un cacique haitiano, que huyendo de los españoles, se había asentado en el extremo oriental de la isla con un grupo de sus seguidores. Muy pronto fue capturado, y sentenciado por Velázquez a morir en la hoguera. Al ser atado al palo, se le acercó un religioso franciscano, exhortándolo a que muriese como cristiano. Hatuey preguntó si los españoles iban al Cielo, y al respondérsele afirmativamente, en el caso de que fueran buenos, expresó que entonces él no quería ir. Muerto Hatuey, Pánfilo de Narváez, quien tenía detrás la experiencia de la conquista de Jamaica, continuó la campaña. El padre Las Casas, que lo acompañó en su andadura cubana durante cerca de dos años, como capellán castrense, lo describe como: alto de cuerpo, algo rubio, que tiraba a ser rojo, honrado, cuerdo, pero no muy prudente, de buena conversación y de buenas costumbres, y también para pelear con indios esforzado. Y sobre lo que fue su campaña cuenta lo siguiente: montado en una yegua y al frente de treinta españoles flecheros, recorría la región de Bayamo. Como era tan confiado, una noche, encontrándose en despoblado, él y los suyos se echaron a dormir descuidando poner centinelas. Se encontraban en lo más profundo del sueño, cuando fueron rodeados por centenares de indios; pero éstos, en lugar de atacarlos, perdieron el tiempo saqueando la impedimenta. Despertaron los españoles al sentir a los intrusos y, a toda prisa, como pudieron, en sillaron la yegua. Narváez montó vistiendo sólo una camisa, y con un pie descalzo, puso un pretal de cascabeles en el arzón y comenzó a galopar entre los indios sin arremeter a ninguno. Fue tanta la confusión y el temor que les infundió, que al momento se dispersaron por los montes. Con esa cabalgata en solitario terminó de consumar la conquista de la isla.

Diego Velázquez quedó firmemente asentado como gobernador de Cuba. Provenía del grupo de hidalgos llegados con Colón en su segundo viaje (1493); pertenecía, por tanto, al pie veterano. Era uno de los sobrevivientes de las hambres de la Isabela, la primera ciudad española fundada en América, misma que terminó en desastre total. Pronto fue abandonada y la maleza no tardó en apoderarse de ella, convirtiéndose en un lugar espectral, cuya memoria quedó maldecida. Las Casas refiere una conseja que, aunque no sea más que eso, sirve para ilustrar el temor y respeto que, con el paso del tiempo, continuó infundiendo el lugar. La historia cuenta que, unos años más tarde, cuando la población de puercos introducidos en la isla se había multiplicado considerablemente, un vecino que andaba dándoles caza se introdujo entre las breñas que crecían en las ruinas, topándose con un grupo de recién llegados. Se trataba de hidalgos y gente de palacio, como lo denotaban las capas negras y de más indumentaria. Le extrañó verlos, pues no tenía noticia de que por esos días hubiese llegado algún barco de España. Éstos se mantenían a prudente distancia sin decir palabra, ocultando el rostro bajo las alas del sombrero y el embozo de la capa.