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Isocronías

Algo sobre la décima

U

n diamante es facilísimo imaginárselo solo, una perla no. Una perla por lo menos requiere su concha, o el cuenco de una mano o feliz una almohadilla. Un diamante, aun cuando acompañado por otros en una joya cualquiera (como si las hubiese) es siempre un diamante.

La perla como que requiere hermanas, amigas, ninfas, compañía. Solita da la impresión de huérfana; no el diamante (restrictivamente hablando, el brillante), que deja la impresión de sólo necesitarse a sí mismo: su transparencia, su refulgencia, su llama.

Decimos esto pensando en dos formas poéticas, el soneto, del cual hablamos en la pasada entrega, y la décima, que sucintamente abordaremos. Supondré queda claro qué corresponde a qué en relación con el párrafo de arriba.

Hay series de sonetos, eso es una evidencia, y hay décimas sueltas, o únicas. No es lo común. Pide el soneto un acabado tal que el poeta experimenta algo así como el juanramoniano: ¡No le toques ya más, / que así es la rosa! Y la más cuidadosa décima, la mejor trabajada, como que se queda con sed de que otra continúe o perfeccione lo ya por ella dicho.

Hablamos por experiencia, no por estudio, aunque –precisemos– no sin estudio. El soneto, que puede ser cómico, es serio. La décima, que puede ser triste, es alegre. El soneto, contento –que no pagado– de sí, se aparta. La décima socializa.

¿Quién se aventuraría a negar la popularidad, le viene de raíz, digamos, de la décima? Hay sonetos populares, en México notoriamente algunos de sor Juana, pero ninguno más que el atribuido (hay quien de plano rechaza la atribución) a fray Miguel de Guevara: “No me mueve, mi Dios…” Hablando de firmas, la décima difícil, dificilísimamente pelea por ellas. Tenemos Décima muerte, que la exige, mas en su inmensa mayoría el anonimato les sienta bien, lo que no tanto al soneto.

Cerremos convocando un autorretrato de Arturo Aguilera Lira a sus entonces 11 años: De la tierra del conejo / Viene Arturito Aguilera / Fuerte como una palmera / Con sus brazos de cangrejo / Lo sé porque en un espejo / Me he mirado alguna vez / Tenía los ojos del pez / Ese que llaman robalo / Con estas zancas de palo / Que caminan al revés.