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No sólo de pan

Ni de vacunas

N

os envuelve, a la humanidad, un peligro común que se llama Covid-19, sin que podamos culpar a nadie ni hallar en nada ni nadie (ni siquiera en el Dios respectivo de algunos) la certeza de poder salvarnos. La amenaza tiene nombre y figura, pero sus alcances son angustiosos por su imperceptibilidad, ubicuidad y posible letalidad (más imaginada por cada quien que realmente estadística). En otras palabras, el peligro común es sólo la conciencia repentina de nuestra mortalidad, esa que en un a diario normal soterramos con el hecho simple de vivir, como si esto fuera algo adquirido para un impreciso siempre, que vamos llenando como cada quien puede, esperanzados en un futuro permanente.

Pero, si la impermanencia de la vida suele ser un sentimiento individual llegado en un momento preciso del devenir de cada quien, este sentimiento se vuelve emoción colectiva en medio de catástrofes naturales o provocadas por los hombres en situaciones y regiones concretas. Hoy, lo inédito y espeluznante es que abarca a toda la humanidad el sentimiento de su propia fragilidad sin responsables visibles ni remedios infalibles (que de todos modos no existen para ninguno al final de cada vida). Sí, vivimos un inédito colectivo y, sin embargo, y paradójicamente, esto puede levantar en cada quien un estado superior de conciencia y responsabilidad con tendencia a entretejerse en todos los niveles de agregación social en el mundo.

Una conciencia de la propia parte de cada uno de nosotros en la degradación de los niveles de vida de nuestros connacionales y de todos los habitantes del planeta. Conciencia del dolor del otro, menos equipado que uno mismo para el miedo compartido, conciencia de las causas de esta disparidad y conciencia de la propia participación por acción o por inacción ante sus causas. Una conciencia sustentada en la experiencia que cada quien tuvo hasta antes de la amenaza global y el aislamiento, pero que apunta, en la inmensa mayoría de nosotros y en todas partes del mundo, sin distinción de géneros, clases sociales ni edades, hacia un raro sentimiento de solidaridad, aprecio por los demás y la necesaria compañía. Conciencia de la disparidad y deseos de contribuir a arreglar un mundo injusto, antes de caer, si el caso fuera, en un crematorio sin llevarnos nuestro inútil nombre.

Porque esta pandemia nos dice que, si no sólo de pan vivimos, tampoco viviremos de vacunas que han de inventarse ante cada nuevo evento como el actual; en cambio, sí podemos forjar nuestras vidas con conciencia y acciones que globalicen lo mejor de lo humano, que puedan contribuir a la construcción de un mundo donde todos tengamos alimentos sanos que halaguen nuestros sentidos y refuercen nuestras tradiciones, agua buena, suficiente y a la mano, techos seguros y espacios amplios para albergar a las familias ante cualquier contingencia no humana. Pues, para entonces, ya habríamos renunciado a provocar catástrofes y viviríamos en un lugar global que preserva la naturaleza, de la que somos la parte más privilegiada y somos los únicos responsables.