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Vox Libris
El libro de las pasiones
Periódico La Jornada
Domingo 12 de abril de 2020, p. a12

El escritor Mario González Suárez (Ciudad de México, 1964) reúne 13 cuentos en El libro de las pasiones, por el que obtuvo los premios Gilberto Owen y Nacional de Literatura José Fuentes Mares. “El desasosiego acompaña cada uno de los 13 cuentos de El libro de las pasiones, historias trágicas, sombrías, con personajes en mayor o menor medida incapaces de sentir empatía, habitantes de un mundo roto”, reseña la casa que presenta este título, Ediciones Era, con cuya autorización publicamos un fragmento para los lectores de La Jornada.

El Poeta

Sostendrás tu vida con un grito.

Juan Oronoz

A los siete años, con las escasas palabras aprendidas por su mano, escribió lo que se podría considerar su primer poema. Curiosa- mente, este texto, que me he empeñado en llamar su primer poema, narra de manera escueta la visión que Oronoz tuvo la noche en que recibió a su numen. El escrito, desde luego, nunca será publicado. Fue la madre de Oronoz quien me lo mostró, no sin recelo, cuando le solicité ayuda para completar un estudio sobre la obra de su hijo.

La caligrafía era, obviamente, la de un niño; la ortografía, la común a esa edad; la sintaxis, incipiente. Apenas completaban ocho versos carentes de significado para quien no supiera del poeta lo que yo había intuido meses antes.

El 20 de septiembre de 1986 fui invitado a la entrega del Premio Nacional, que ese año se le concedió a Oronoz. Después de la ceremonia nos dirigimos a casa de una de las adoradoras del poeta. Contra su costumbre, y máxime en una ocasión tan propicia, Oronoz no se condujo de manera soberbia ni hizo oír ninguno de sus pedantes anatemas. Andaba melancólico, incluso parecía que le molestaba el premio. Escasa oportunidad hubo de hablar con él pues a cada instante era requerido por sus admira- dores. El poeta bebía un vaso tras otro. A media velada me acerqué a él para despedirme y agradecerle la invitación. Sin atender mis palabras, en voz baja y rápida articuló:

–No pierda su tiempo en estos eventos, como dicen los periodistas… Mi poesía no es mía y yo soy un hombre innoble…

Atribuí sus frases al whisky y le di un apretón de manos. Él agregó:

–Lo perdí, me abandonó, vi cuando se fue. Nada he escrito yo. De ese encuentro obtuve una extraña conclusión: Juan Oronoz, el poeta vivo más prestigiado e influyente, sufría. Cada volu- men que publicó –de Revelaciones, en 1964, a La pulsión etérea, en 1985– fue recibido con loas por la crítica especializada, la cual desde un principio contribuyó a crear el culto a Oronoz. Las nuevas generaciones de críticos, no menos estériles y engoladas, apenas habían hecho algo más que repetir las alabanzas de sus predecesoras, sin aportar nuevas lecturas ni análisis estrictos de la poesía de Oronoz. Además, nuestro poeta era uno de los más famosos escritores de lengua hispana, aunque muy poca gente lo hubiera leído. Se puede decir que, como figura literaria, no tenía motivo de queja o quebranto. La opinión pública, gracias a los mass media, sabía que era un genio, que era el prócer literario nacional y que con él a la cabeza de la cultura del país la gente podía vivir tranquila y seguir mirando televisión.

Después de aquella reunión y estas breves consideraciones, me interesé por Oronoz. Yo lo había conocido personalmente un par de años antes, cuando la burocracia cultural puso de moda los estudios sobre literatura joven. Por supuesto, también los investigadores trabajábamos bajo las órdenes de Oronoz. Le alegraban los halagos y no desaprovechaba pie para vanagloriarse. Yo concedía buena parte de mi tiempo a las bibliotecas y trataba poco con él. La mañana que renuncié a mi empleo en el Ministerio de Cultura ponderó mi colaboración con un par de frases parcas y, no sé si como reconocimiento o indemnización, me obsequió el último de sus poemarios. La pulsión etérea reúne ochenta cantos dirigidos a una divinidad incomprensible: algunos versos buscan aplacarla, otros piden misericordia, y los postreros rozan la blasfemia. Posee una fuerza similar a la de los libros sapienciales del Antiguo Testamento.

Debo confesar que por prejuicio y salud mental, hasta entonces había evitado las obras del afamado poeta. Verlo aparecer con frecuencia en la televisión y en portadas de revistas de cualquier índole me parecía no sólo suficiente sino grosero.

Entusiasmado por este primer acercamiento me procuré el resto de su obra. Reconocí en Juan Oronoz un gran talento desde sus inicios. Siempre me había fastidiado no su falta de modestia o su excesiva petulancia, sino que tales exaltaciones fueran acompañadas de la pleitesía de los intelectuales privilegiados y de la complicidad de lo que se ha llamado la cultura oficial. Pero una vez que me interné en su poética mi fastidio se mudó en extrañeza. ¿Cómo podía un poeta de esta talla comportarse como un enano? Sin embargo, eso no era asunto mío y en breve lo olvidé. No fue hasta la entrega del Premio Nacional cuando volví a toparme con Oronoz.

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▲ Portada del libro de cuentos de Mario González Suárez que publica Ediciones Era.

En febrero de 1987 se le otorgó a Juan Oronoz el Premio Hispánico de Letras, que recibió en Madrid de manos del rey de España. No hizo declaraciones a la prensa ni aceptó las invitaciones de la televisión, el moderno Mefistófeles. Y aunque a Oronoz no se le vio por parte alguna, todo el mundo usufructuó el gran revuelo para publicar artículos y dar entrevistas. Tales hechos me impelieron a retomar mis anteriores inferencias en torno a Juan Oronoz y su desasosiego.

La morbosidad irredenta de los reporteros exigía de nuevo el Premio Nobel para Oronoz. Mas él se resguardó en el silencio; nada afloró de su actitud beligerante sostenida durante los dos lustros pasados, la época en que pataleaba y maldecía cada año al enterarse de que el ganador no había sido él. Nunca aprobó a los galardonados, con excepción de Elías Canetti. El más reciente escándalo provocado por Oronoz había sucedido a finales de 1984, por una declaración: Ésta fue la última oportunidad que di a los suecos; sé que el próximo año me otorgarán su sospechoso y premeditado premio, pero sepan que lo voy a rechazar. Espetaba agudezas que movían a risa o indignación, pero su personalidad carismática convertía incluso los insultos en un género de excentricidad o vanguardismo. El 30 de agosto de 1989, Juan Oronoz murió.

No necesito recordar la cantidad de horas que la televisión le dedicó, ni la avalancha de reediciones y antologías de sus poemas que invadió librerías y supermercados. De las reacciones in sanas a la muerte de Oronoz, es inolvidable la de varios de los aduladores que le habían pegado la categoría de excelencia: comenzaron a encontrarle innumerables defectos. De inmediato, la burocracia los censuró y calificó sus reseñas como una irrespetuosa falta de respeto (sic). Cundieron los escritos que atacaban la figura de Oronoz tanto como los que la magnificaban; el caso fue que los juicios, en su mayoría, se centraron en su persona y muy pocos atendieron a su obra. Los periodistas preguntaban a los literatos quién había sido realmente Oronoz: si un poeta o un farsante, si un político o una invención de la crítica. Un año antes de su fallecimiento yo había iniciado un análisis retrospectivo de su obra. La muerte del poeta me sugirió hacer de mi trabajo un homenaje objetivo. Sin embargo, mis conclusiones fueron influidas por la repentina ausencia de Oronoz; además, por pruritos formales, no abordé mi primera intuición –que no hipótesis– sobre la figura del poeta, a saber: Oronoz me apasionó porque vislumbré una enorme fisura entre su vida y su obra. Quizá mi intento de comprender tal incongruencia justifique la redacción de estas páginas. Mi planteamiento puede parecer un tanto brumoso, y sólo para despejarlo quisiera recordar la ociosa especulación con que enflaquecimos una tertulia un amigo y yo: las actitudes, los modales y las características físicas de un escritor guardan una correspondencia directa con su creación, con su literatura; por ejemplo: el gesto de Juan Rulfo es El llano en llamas; los ademanes de Juan José Arreola son Confabulario; el porte de Agustín Yáñez, Las tierras flacas, etcétera. Pero –siguiendo la especula- ción– la presencia altanera y el carácter tortuoso de Juan Oronoz nada tienen que ver con Revelaciones, ni con El reino de la luz ni con algún otro de sus libros. En otras palabras, me parece muy difícil que alguien con la personalidad de Oronoz pudiera crear una obra tan profunda- mente sencilla, de un misticismo revelador, de una sensibilidad elemental que con el tiempo se depuró hasta convertirse en una exposición versificada de misterios. Sus últimos dos libros podrían ser, cabalmente, las visiones de un iluminado. En tiempos recientes se ha dicho –quizá de manera exagerada– que la lectura de varias de sus obras exige cierta iniciación de los lectores. Lo cierto es que la poesía de Oronoz no sirve para recitarse al final de las tertulias. Quisiera extenderme en comentarios y exégesis, pero éste no es el sitio, y además ya alguna gente, entre ellos yo mismo en El escriba de los dioses, hemos intentado una aproximación a la poesía de Oronoz.