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El estante de lo insólito

Sara García: la madre y abuela del cine mexicano

“E

s conforme la cinta se va desarrollando, conforme la gente se va adentrado en el argumento, cuando sabe si le gusta o no. Por ello, el actor está obligado a comunicar sus sentimientos al público, a hacer que su personaje llegue al corazón de los espectadores, para que éstos se olviden de Sara García y vean en el personaje a una actriz anónima (…)”.
Sara García. Entrevista para Cuadernos de la Cineteca Nacional Número 2 (1976).

Un milagro en Orizaba/

Sus padres eran españoles, estaban en Cuba y viajaban a la ciudad de Monterrey, en México. Un matrimonio que esperaba encontrar en la capital de Nuevo León la prosperidad laboral, pero también la dicha que se les había negado en 10 intentos: ser padres. Un onceavo embarazo parecía su última oportunidad de abrazar a un bebé. Felipa Hidalgo e Isidoro García trazaban ya la ruta hacia el norte de la República mexicana cuando ella tuvo que ser internada en Orizaba, Veracruz, por problemas ligados al embarazo. La sombra techó su horizonte una vez más, pero por única vez tuvieron la alegría de recibir a una pequeña sana y vivaz a la que llamarían Sara.

La tragedia y la oportunidad

La tragedia continúo para ellos cuando debieron ir a la Ciudad de México, donde, con diferencia de pocos días, ambos fallecieron dejando a la niña protegida en el Colegio de las Vizcaínas. Apenas a los 14 años, la joven huérfana había cumplido estudios en forma meritoria, tanto para ser considerada profesora, lo que sostuvo su manutención inmediata. Dando clases particulares conoció de paso a la gente del cine. Sería la mítica actriz y productora Mimí Derba quien la contrataría para tres películas silentes de su empresa Azteca Film, dirigidas por Joaquín Coss en 1917: En defensa propia, Alma de sacrificio y La soñadora. Si bien con papeles menores, la experiencia entusiasmó a Sara. Desde ese 1917 haría teatro profesionalmente.

La búsqueda del papel

Es ya mítico lo que hizo Sara en 1934 al buscar la oportunidad de un papel estelar para una puesta en escena. Era una obra importante que podía posicionarla de gran forma. Consciente de no contar con la edad adecuada para el personaje de Mi abuelita la pobre, Sara se hizo extraer 14 piezas dentales y así, caracterizada, se presentó ante el productor Lavergne. Lo engañó como si fuera una veterana auténtica, lo impresionó su histrionismo y fundó el mito de ser una actriz de carácter a toda costa.

Fue en teatro donde conoció a Fernando Ibáñez, con quien se casó y tuvo a su única hija: Fernanda Mercedes Ibáñez García. Lamentablemente, no se trató de una historia de amor eterno, ni en lo sentimental, roto apenas con tres años de vida juntos, ni en lo físico, ya que enviudó de Ibáñez y debió luchar para sostener a su pequeña, quien con el tiempo se convirtió en una joven muy bella, también actriz, con la que coincidió en dos cintas: La sangre manda (José Bohr, 1933) y No basta ser madre (René Cardona, 1937). Fernanda, casada en 1938, falleció de forma inesperada de tifoidea en 1940; un golpe del que Sara sólo encontró consuelo en su trabajo y en contadas amistades, círculo que fue siempre estrecho, con cabida para contadas personas, como la actriz Emma Roldán.

Todos los personajes

Sara fue capaz de hacer de española (en distintos largometrajes), de árabe (en la trilogía dirigida y estelarizada por Joaquín Pardavé inaugurada en 1942, El baisano Jalil), con la misma solvencia con que fue Josefa Ortiz de Domínguez en ¡Que viva México! –o El grito de Dolores– (Miguel Contreras Torres, 1934), dama aristócrata soberbia en Perjuria (Raphael J. Sevilla, 1938; con dirección artística y coproducción de Salvador Novo), matrona charra de temple bronco en Tía Candela (Julián Soler, 1948), alcohólica en La reina del mambo (Ramón Pereda, 1950), ladrona despistada en Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1964; coproducción italoespañola) o ángel caritativo ante la miseria en Misericordia (Zacarías Gómez Urquiza, 1952; en muy buena dupla con Manuel Dondé). Para Fernando Muñoz, Sara era actriz total, como precisa en su libro biográfico Sara García (Editorial Clío, 1998):

Se equivocaría quien intentara clasificar a Sara García como actriz de un personaje, especializada en interpretar sólo a madres y abuelas melodramáticas. Lejos de eso, su versatilidad era asombrosa y la llevó a cubrir un amplio espectro de tipos humanos.

En Las películas de Sara García (Editorial Patronato FICG/UDG, 2013), de Emilio García Riera y Eduardo de la Vega Alfaro, este último apunta: “… la actriz dio relieve a personajes cuya excentricidad o locuacidad sirvieron de medio para hacer la sátira de una sociedad que por entonces estaba viviendo un complejo tránsito de lo rural a lo urbano y de lo tradicional hacia lo que se conoce como ‘modernidad’.”

Foto
Foto Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Vivir para el cine

La actriz tomó una decisión difícil pero firme cuando abandonó para siempre el teatro en 1948. Requerida para múltiples producciones fílmicas, con personajes que necesitaban mucha preparación, Sara decidió decir adiós a esa pasión, su gran escape de los días difíciles y su gran escuela de la interpretación. Lo hizo ocho años después del brillante filme de Juan Bustillo Oro Ahí está el detalle, donde ella y Cantinflas abrieron su gran lugar en el cine mexicano. Ese mismo 1940, Sara fue dirigida por Fernando de Fuentes (para ella, el mejor), quien le dio su primer personaje como abuelita en Allá en el trópico. Fue el personaje que hizo en Sucedió en Jalisco (Raúl de Anda, 1946), en el que construyó la fuerza de anciana mandona e implacable que sostendría trabajos entrañables como el de doña Luisa García viuda de García en el díptico de Ismael Rodríguez Los tres García y Vuelven los García (1946), que abriría su relación personal y profesional con Pedro Infante, con quien también filmó Dicen que soy mujeriego (Roberto Rodríguez, 1948), y El inocente (Rogelio A. González, 1955). Contrastaría esa fuerza con la aparente ingenuidad y corazón tierno de anciana amorosa en películas como Los santos reyes (Rafael Baledón, 1958, donde compartió con Eulalio González Piporro, Antonio Aguilar y Antonio Badú) o en el díptico de Las señoritas Vivanco (Mauricio de la Serna, 1958, a la que seguiría El proceso de las señoritas Vivanco), donde hizo dupla jocosa de gran éxito con Prudencia Grifell, a quienes reuniría el mismo director para hacer la tríada cómica con Antonio Espino, Clavillazo, en ¡Mis abuelitas nomás! (1959).

Los azahares y el Ariel

Con los hermanos Soler, la actriz Sara tuvo una relación muy importante, no sólo por la cantidad de veces que se encontraron en un foro, sino porque con Fernando compuso el matrimonio por excelencia de nuestro cine. Con matices apenas ajustados entre cada historia, tocaron cumbre con las cintas Cuando los hijos se van (Juan Bustillo Oro, 1941) y, especialmente, con Azahares para tu boda (1943), donde las fases de madurez y vejez de los veteranos personajes veían transcurrir la transformación social de México (religiosos porfirianos, despedían el fin de su era con lágrimas) y la fragmentación del núcleo familiar. Azahares fue dirigida por Julián Soler, el menor de la dinastía, quien posteriormente dirigió a Sara en La tercera palabra (1955), trabajo que daría a la veracruzana el premio Ariel por mejor coactuación femenina. Curiosamente, en la producción ibérica Así era mi madre (Antonio del Amo, 1960), su personaje (doña Sara) lloraba de emoción junto al pequeño Joselito mientras veían una cinta mexicana que no es otra sino La mujer X (1954), dirigida por el propio Julián Soler.

Una pieza notable y las obras del montón

Es verdad que Sara nunca se cansó de trabajar, menos cuando ella tenía la posibilidad de mantenerse en el foro cuando muchos compañeros se quedaban sin trabajo en la decadencia industrial del cine mexicano, pero es un hecho que se vio forzada a repetir los prototipos de sus grandes personajes. En diferentes entrevistas decía que un papel tenía o no de donde agarrarse. Lamentó encontrarse con argumentos huecos y personajes de fórmula, pero mantuvo la dignidad para sostener la coherencia en sus interpretaciones. No desdeñó la fotonovela (Doña Sara: la mera mera de 1964 a 1969), hizo producciones importantes para la radio (El dolor de una madre, para la XEW, en 1962) y en la televisión dejó marca en la primera telenovela infantil Mundo de juguete (1974), que dejaría récord de 612 episodios. Por si faltara, una marca de chocolate grabaría su imagen para siempre. Sara García se fue el 21 de noviembre de 1980 cuando tenía 85 años. Con la misma pena que la lloraba en la notable cinta Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1971, donde Sara hizo uno de los mejores papeles de su carrera), fue la propia Lucha Villa quien cantó en su funeral. México lloró con el pesar de perder a la madre y a la abuelita de una vida en el cine.