Opinión
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Un nuevo pacto social para reducir la desigualdad
C

on más de un millón de casos confirmados por todo el mundo, el Covid-19, o nuevo coronavirus, no sólo ha cimbrado el aparato de salud pública, sino la economía global. Hasta el momento, las principales bolsas del mundo –la de México incluida– han perdido más de una quinta parte de su valor de capitalización. La destrucción de valor ha sido vertiginosa.

Hace apenas 12 años, un parpadeo en términos históricos, el modelo económico se sobrecalentó y se hizo pedazos, la compra masiva de derivados y el modelo subprime llevó al mundo a una crisis financiera que sólo pudo sortearse con la fuerza del Estado.

A partir de la pandemia, el modelo tropieza de nuevo. El distanciamiento social frena los motores de la economía, las cadenas de abasto y erosiona la confianza, ¿por qué?, el problema lo describe en su propia denominación: Covid-19 conlleva la amenaza de un 20, 21, 22 o 23. El equilibrio económico mundial depende ahora de que el virus no mute pronto, o una nueva cepa nos confine nuevamente el próximo año o el siguiente. La sola noción de ese riesgo hace del mundo un lugar mas pequeño.

Aterrado por el escenario sombrío, el mercado se torna nuevamente al Estado buscando ayuda, respuestas. A contraer nuevas deudas, nuevas líneas de crédito para robustecer el sistema de salud que expolian manos privadas. A hacer girar la rueda, como en 2008, para que el modelito avance antes de dar un nuevo tumbo. ¿No será que la pandemia está desnudando las limitaciones del modelo económico imperante?, ¿no será tiempo de reconocer que Fukuyama estaba equivocado y la historia tenía más capítulos?

La provocación en la coyuntura polariza y divide. Los (pocos) defensores abiertos de la economía de mercado atribuyen el debilitamiento de las democracias a las fallas de los gobiernos en la aplicación de modelos. Los acérrimos críticos de la economía de mercado pierden la brújula argumentativa entre la nostalgia de la economía de posguerra y la (a estas alturas aceptada) hiperconcentración de la riqueza, pero no hay terceras vías, puntos medios, espacios para la reflexión del desafío económico global: el modelito no funciona más, el estatismo sin dinero es germen del autoritarismo, las democracias representativas tiemblan ante el regreso de chauvinismos de todo cuño, la tecnología ha abonado a construir ciudadanía, pero también a edificar expectativas a una velocidad que el Estado, la economía y la democracia no pueden cumplir.

El capitalismo está agotado, pero su correlativo esencial –diría Unamuno–, el socialismo, tampoco es camino. El agotamiento de uno no prueba las bondades del otro, en contextos desfasados por el siglo. ¿Qué alternativas hay entonces para salir de este círculo perverso en el que el mundo empieza a girar? ¿Cómo financiar una agenda social sin restringir libertades sociales y económicas?, ¿cómo dar viabilidad económica y de legitimidad política a la democracia en este marco de turbulencia global? Esa es la pregunta de nuestro tiempo. No se trata de vencer a este coronavirus, sino entender que el planeta enfrentará otros –distintos– con la misma armadura económica con la que terminó el siglo XX a finales de los años 80, siguiendo los parámetros de Eric Hobsbawm respecto de los siglos cortos y largos.

Sería momento para una cumbre económica que regrese lo social al centro de los esfuerzos públicos, pero también de los privados. No por caridad o coyuntura, no por culpa o temor, sino por el frío diagnóstico que el Covid-19 nos ha regalado: o el planeta adopta un esquema solidario de redistribución de la riqueza y fortalecimiento de las instituciones que garanticen derechos sociales, o la gobernabilidad y la paz entrarán en crisis. No es la llamada a escena para el socialismo ni la última oportunidad del capitalismo; es la irrupción obligada de un orden que garantice el porvenir.