Opinión
Ver día anteriorLunes 17 de febrero de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Parlamento
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a creencia derivada de experiencias numerosas, de que el poder absoluto tiende naturalmente al abuso y se desliza hacia la arbitrariedad y el despotismo, ha hecho que los hombres más inquietos y preocupados de todos los tiempos le hayan buscado límites y repartirlo en diversas autoridades, con facultades diferentes. Aristóteles en La política plantea ya que el Poder Ejecutivo sea distinto al que se ocupa de elaborar leyes; Montesquieu es el clásico más conocido de este tópico; en El espíritu de las leyes propone que sean tres los poderes entre los que se divida el ejercicio de la soberanía.

Estos tres poderes son: el Legislativo, que elabora leyes; el Ejecutivo las aplica y vela por que sean respetadas por los gobernados, y el Judicial resuelve conflictos y sanciona a los infractores. En la teoría de Montesquieu, la división de poderes busca el equilibrio, para evitar abusos, se basa en que cada uno de los poderes es para los otros un contrapeso y una barrera; si nadie tiene facultades absolutas, se evitan los abusos o al menos se disminuyen.

Durante mucho tiempo se consideró que esta división en tres poderes es indispensable para un buen gobierno y apropiada para fortalecer la democracia, que surgió como historia paralela a la división de poderes; el pueblo decide con su voto, pero no renuncia a su soberanía y elige a dos de los tres poderes, al Ejecutivo y al Legislativo, que recae siempre en un cuerpo colegiado, en una asamblea.

En México, fue José María Morelos, en los Sentimientos de la nación y en seguida en la Constitución de Apatzingán, quien estableció que de entre estos poderes, el más importante y en el que verdaderamente radica la voluntad popular, es el Legislativo. Es el Congreso el que tiene la facultad de dictar normas que obligan tanto a los gobernantes como a los gobernados; los otros dos poderes administran; el Ejecutivo, el patrimonio común, la fuerza pública y las relaciones internacionales, y el Judicial, la justicia; ninguno de los dos puede legislar, aun cuando en la práctica lo hacen a través de su facultad reglamentaria, sólo que los reglamentos que dictan, de ninguna manera pueden ni contraponerse ni ir más allá de las disposiciones del Poder Legislativo.

A través de la historia, el Poder Legislativo ha recibido muchos nombres: senado, cortes, parlamento, cámara, congreso, estados generales, dieta y otros. En México tenemos un sistema bicamaral, el Poder Legislativo se integra por dos cámaras, la de Diputados –llamada cámara baja–, representante directa de los ciudadanos, y el Senado –cámara alta–, electa también por los ciudadanos, pero no mediante el sistema de distritos o circunscripciones, sino por votación de los ciudadanos de los estados que integran la Federación.

En las diversas constituciones que hemos tenido, ha sido el Legislativo el primero en ser considerado y el título o capítulo dedicado a él, precede a los que corresponden a los otros poderes. En la Constitución promovida por Morelos, denominada Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana, la primacía del Congreso es evidente.

En el artículo 44 se le denomina Supremo Congreso Mexicano y se le califica como el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo, se le da tratamiento de majestad y entre sus facultades están las de nombrar a los integrantes de los otros poderes, el Ejecutivo y el Judicial.

En la actualidad, el Poder Legislativo en México va lentamente abriéndose camino para cumplir el mandato del cambio de fondo que el pueblo señaló en las elecciones de 2018; la herencia de casi un siglo de gobiernos presidencialistas, simuladores de la democracia, impidió que el Congreso accediera desde luego a una vida auténtica como poder democrático y autónomo. La figura del pastor de la mayoría no ha podido borrarse del todo y muchos vicios del antiguo régimen no han sido superados.

Me consta que en el Senado, aun antes de terminarse el proceso para nombrar al fiscal general, el coordinador del grupo mayoritario, anunció quién sería el elegido. Diputados y senadores no acaban de convencerse de que todos los integrantes de cada una de las cámaras son pares, esto es, que su voto y su opinión valen igual a la de los demás, con independencia de los cargos de servicio que tengan algunos de sus compañeros. Diputados y senadores deben asumir plenamente su responsabilidad y hablar y votar siempre en conciencia, oyendo los argumentos que se dan en los debates y no sólo esperando la decisión de los coordinadores y las cúpulas.

Ciertamente las inercias son difíciles de vencer, pero ante el ejemplo de la ciudadanía que supo superar el fraude electoral, los legisladores deben asumir plenamente que son representantes de la nación y no de sus partidos, ni de los gobernadores de sus estados, ni siquiera de los habitantes de la circunscripción por la que fueron electos.