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Nosotros ya no somos los mismos

Ese gremio casi desaparecido del guarura // Intención de la renuncia // La verdadera razón

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▲ Ya casi no hay, pero una novela de José Pérez Chowell narra peripecias de un guarura que dejó todo por proteger a un político de la realeza sesentera.Foto Cuartoscuro
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na renuncia, ya quedamos, es la decisión que toma una persona (o varias), de abandonar un cargo, honor, responsabilidad, jerarquía, dignidad, distinción, mando o simplemente un empleo de bedel, ujier, pilmama o guarura. (Ahora, muy escasos en estos últimos tiempos porque ya no son con cargo al presupuesto). Además, ya en la modernidad aquellos eficaces ejecutivos (porque se ejecutaban a quien fuera necesario sin mayores y engorrosos trámites legales y administrativos) han casi desaparecido. ¿Recuerdan ustedes la inconfundible especie de personajes cuya tez era de morenito guadalupano, a barniz cargado? La mayoría corpulentos, anunciadores de la obesidad imperante en nuestros días y peinados a la moda militar gringa: la brush. Eran guardaespaldas autóctonos, de muchas de nuestras entidades. A veces idénticos a sus patrones, los gobernadores. Los descendientes ahora están desempleados y tomando cursos, no sólo de idiomas, sino de computación e ingeniería de sistemas. Son los asesores en seguridad, privacidad, intimidad y, sobre todo, de secrecía conyugal. Se les llama bodyguards. Los cibernéticos de la modernidad, ahora tienen que ser, al menos, bilingües).

La renuncia tiene también otra interpretación: triquiñuela, subterfugio, maniobra, coartada, complicidad, tapadera y simulación. Las renuncias verdaderas a posiciones tan benéficas y productivas sólo se dan cuando en verdad son reales e inevitables. Las otras, las de mentirillas, son la ruta de escape para no afrontar las abulias e irresponsabilidades permanentemente consentidas en el desempeño del encargo, las graves faltas administrativas o, de plano, los abusos y excesos en el ejercicio del poder público y, no se diga, las abiertas y cínicas corruptelas, tanto las de la propia iniciativa como las que le llegan del Altísimo en las que, el porcentaje de beneficios es más modesto, pero de mucha mayor cuantía. Además, como la ambición desmedida provoca esa afección ocular que disminuye o distorsiona la visión a distancia (miopía), jamás conciben la posibilidad de un cambio político que eche abajo una de las bases fundamentales de su inconmensurable empoderamiento: la impunidad.

Los asesores, lobbistas, cabilderos y, por supuesto los funcionarios menores, pero firmones por ley, siempre deslumbrados por el premio mayor: ser, de perdido, grumetes, en la nave insignia de la armada de la corrupción institucional, se embarcan, tan entusiastamente como los hermanos Pinzón que, ya sabemos, “eran unos grandes… marineros.”

¡Pobres! (¿pobres?) diablos. Nunca sospecharon que ellos eran seleccionados para ser la coartada perfecta, la más inobjetable excluyente de responsabilidad de las corruptelas cotidianas de sus aristocráticos jefes, dueños del conocimiento y la sapiencia suficiente para ordenar el mundo en su beneficio. Los empleados sumisos de los jefes itamitas ya tendrán oportunidad de explicar su comportamiento.

Pero no demos más vueltas: ¿El ministro Medina Mora cumplió la exigencia constitucional de comprobar la gravedad de las causas que motivaban su renuncia, a cargo tan esencial en la vida pública de la nación? ¡No, por supuesto! Hacerlo hubiera sido una provocación a las organizaciones académicas, gremiales, de los profesionales de la abogacía o de la opinión pública en general. Declarar los reales motivos de su dimisión, hubiera significado un verdadero harakiri y sólo se explicaría como un acto supremo de contrición que en nada se compadece con la vida pública que le conocemos.

La renuncia fue uno de esos casos que se dan en todos lados, simplemente para abatir costos de un juicio. Aquí, es mi opinión, se trató de evitar fueron otros costos, no económicos, sino de imagen. Dejen salvo a este afortunado bellaco para no provocar, con la destitución y consignación, por demás justificada de un ministro de la Corte, la percepción de que se trata de destruir a un Poder de la República. ¿Su vida personal, profesional y de hombre de gobierno resisten el mínimo análisis?

Y por cuanto a la función del Presidente, la Constitución señala respecto de las causas graves alegadas por el renunciante: serán sometidas (desagradable verbo), al Ejecutivo y, si éste las acepta las enviará para su aprobación al Senado. ¿A la aprobación o la discusión y, en su caso, aprobación o rechazo? Digo: con estos escrúpulos que ponen de moda la división de poderes… ¿A qué me puedo atener?