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El estante de lo insólito

Salman Rushdie: la verdad de la creación

Miramos a la galaxia y nos enamoramos, pero al universo le importamos mucho menos que él a nosotros, y las estrellas siguen su curso por mucho que deseemos que hagan otra cosa. Es cierto que si miras girar por un rato la rueda del cielo, verás cómo cae un meteoro, se incendia y muere. Ésa no es una estrella que valga la pena seguir; no es más que una roca desgraciada. Nuestros destinos están aquí en la Tierra. No hay estrellas que nos guíen.

El último suspiro del Moro, de Salman Rushdie.

La palabra es todo

M

uchos personajes han sido denostados o perseguidos por creer lo que creen, por afirmarse en un ideal o simplemente por ser distintos. El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini, líder supremo de Irán, condenó a muerte al autor de la novela Los versos satánicos por considerar que se trataba de una obra que insultaba el islam. Como un relato oscuro de aquellos tiempos de los que sólo queda polvo y recuerdos vagos, la modernidad cultural se enfrentó con algo que llevaba a pensar en los nazis quemando libros. No parecía algo para la última parte del siglo XX, centuria que puso al hombre en el espacio y desarrolló las telecomunicaciones a escala de ciencia ficción. La realidad es que los vetos y persecuciones nunca se han detenido. Salman Rushdie jamás hubiera pensado vivir aquella experiencia.

Ante la muerte, la ilusión

Pero el hombre que escribió la crónica viajera La sonrisa del jaguar para denunciar calamidades en Nicaragua poco comprendidas en Europa, que había generado la asombrosa novela Vergüenza (1983) y aquel verdadero portento llamado Hijos de la medianoche (1981), tuvo que ser un sobreviviente ante el fanatismo que buscaba su cuello. Esas dos novelas, junto con Los versos satánicos, forman la gran trilogía en la que explora el universo que lo formó, desde Bombay a Pakistán, antes de ser habitante de la urbe londinense, recorrido estilístico siempre comparado y cercano al realismo mágico latinoamericano.

Hijos de la medianoche presenta las horas en que India logra su independencia de Gran Bretaña, el 15 de agosto de 1947. En esas horas de renacimiento nacional, mujeres paren a una generación hermanada que carga con una energía distinta, hijos de esa medianoche histórica, ellos son el futuro portando su halo de magia milenaria, inasible a la contrición de sus sojuzgados predecesores.

En su autobiografía, Joseph Anton (hablando de sí en tercera persona, pues se refería a su otro yo en los tiempos de la secrecía y la vigilancia de Scotland Yard para preservar su vida), Salman aclara: “Dos años después de Hijos de la medianoche publicó Vergüenza, la segunda parte del díptico en el que examinaba el mundo de sus orígenes, una obra concebida expresamente para ser la antítesis formal de su predecesora, dedicada en su mayor parte a Pakistán, más corta, con una trama más densa, escrita en tercera persona y no en primera, con una serie de personajes que ocupaban el centro del escenario sucesivamente, en lugar de un único narrador-antihéroe dominante”.

Con la muerte vigilante de sus pasos, al escritor le queda la posibilidad del escape verdadero, sin escoltas, chalecos antibalas o refugios clandestinos, y ese espacio está en su creatividad. Imagina como si fuera un incontrolable flujo acuático que amenaza con ahogar a todos los intolerantes. Mientras el servicio secreto británico se fastidia de recomponer los perímetros en su entorno, mientras Salman se desintegra anímicamente por la distancia de su hijo, mientras los extremistas dicen que los infieles que lo protejan correrán su suerte, el escritor, que se ha cansado de hacer una defensa ante la ceguera ideológica y el infortunio, hace lo que debe y mejor puede: escribir. Y es lo que dignifica las agresiones contra el medio editorial, donde algunos sacan su libro de los estantes.

Con toda razón, el autor dice que nadie puede marcar una diferencia entre el Rushdie de Los versos satánicos y el Rushdie que sigue. Hay evolución, madurez, nuevos escenarios, alegorías exquisitas en la parábola ascendente de su universo literario. Quien lea su obra sin saber el contexto acechante de una sentencia de muerte, jamás sospecharía que algo terrible ocurrió entre quien escribió Vergüenza y El último suspiro del Moro (1995), libros anterior y posterior a Los versos satánicos.

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Un tequila y una canción

Estando sorpresivamente en México para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 1995, Salman Rushdie conoció la tierra de Tequila, Jalisco, y quedó fascinado. De esa visita (que tiene gran crónica de Juan Villoro en su libro El safari accidental) surgió el escenario que inaugura un relato formidable. La historia de los cantantes indios Vina Apsara y Ormus Cama, dueños de éxito mundial e intérpretes de un tema musical que ya marcó a una generación y también intitula la novela: El suelo bajo sus pies. La novela también fue canción (grabada por U2) y lo mostró más en forma que nunca, pese a las reiteradas amenazas.

Paul Auster escribiría su propia plegaria sobre Rushdie: “No puedo saber cómo me comportaría en su lugar, pero puedo imaginarlo –o al menos puedo tratar. Con toda honestidad, no estoy seguro si sería capaz de tener el valor que él ha mostrado. Su vida está en ruinas y aún así continúa realizando la empresa para la que nació. Desligado de un hogar seguro tras otro, separado de su hijo, rodeado por guardias de seguridad, va a su escritorio cada día y escribe. Sabiendo lo difícil que es hacerlo aun en las mejores circunstancias, sólo puedo mostrar mi admiración al respecto. Una novela; otra novela en preparación; una serie de extraordinarios ensayos y discursos defendiendo el derecho humano básico de la libre expresión (…) Pero me pregunto cuántos de nosotros podrían hacer lo que él ha hecho, con las espaldas contra esa misma pared”.

El mar de historias

Salman es un verdadero creador porque no tuvo que mutar para encubrirse, no quiso ser otro para negarse y ser aceptado, sino que siguió siendo el que era donde otros hubieran soltado la pluma. Así, su carrera creció con el tiempo, más allá de la leyenda de su condena, una afirmación que es grande, porque sus lectores nuevos, que son mayoría, ven el episodio como una circunstancia especial de su vida, pero no como el evento que lo hizo ser el narrador que les gusta. Hoy se lee mejor que nunca fuera de aquella fetwa (la pena islámica) como el importante escritor que es.

En la maravillosa fábula infantil que escribió para su primogénito, Harún, y el Mar de las historias (1990), al final de su triunfal gran batalla, su personaje Harún duerme para despertar a una mañana alegre y soleada donde todo parece estar como siempre; es decir, el horror de que las historias se perdieran para siempre fue vencido, entonces queda mucho por contar. A Harún le siguió Luka y el fuego de la vida (2010), como una continuidad fantástica que ahora hizo para su segundo hijo, en la misma tierra conocida donde la imaginación pasa por la destrucción del mundo entre series de mitologías mezcladas, donde los vampiros son dioses aztecas y la nueva extravagante y complicada misión persiste, porque en los niños está la naturaleza más pura, capaz de enfrentar magias y realidades donde la inmortalidad puede ser, algo muy distinto a lo que el cultivo de las conciencias ha enseñado en culturas ancestrales.

Otro año el escritor camina Nueva York y encuentra que es la Roma de la modernidad con su neurosis apocalíptica, capaz de hacer que un filósofo de Bombay (Malik Solanka), creador de una exitosa muñeca plastificada, se llene de la iracundia propia de las personas que se apilan contra estantes, ascensores y cafés de moda, es la Furia (2002) de todo. Su novela Dos años, ocho meses y veintiocho noches (2015) concentra la matemática de toda una narrativa: esos números suman mil y una noches, citado y dicho por él de muchas formas (incluso es el nombre de la importante casa flotante en Harún), porque las historias no deben detenerse jamás.

Defendido con gallardía por la prensa internacional, Rushdie jamás perdió de vista la valía que esa solidaridad profesional generó en su entorno y posibilidad de libertad. En su ensayo Criar avestruces (1996) expresó: “(…) los directores de periódico, como los novelistas, tienen que crear, impartir y mantener una visión de la sociedad libre. El valor de la libertad de expresión debe ser el máximo, porque esa es la libertad sin la que fracasarían todas las demás libertades”.