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Lozoya, ya; ¿quién sigue? // AMLO: urge reconsiderar

E

n su calidad de flamante director general de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya pronunció su primer discurso ante los trabajadores del consorcio del Estado: mi administración tendrá una tolerancia cero ante cualquier comportamiento fuera del marco legal, ya sea de privados o dentro de esta empresa; Pemex debe ser la más transparente y contar con un sistema real y permanente de rendición de cuentas.

Poco más de siete años después de aquel cínico discurso, y tras destrozar a la ahora empresa productiva del Estado y huir de la justicia mexicana, el mismo Lozoya está preso en España acusado, como cabeza visible, de un cúmulo de casos de corrupción, negocios ilícitos, saqueo y lo que se acumule, en el entendido de que si algo hubo en su administración, aparte de atraco a la nación, fue opacidad y nula rendición de cuentas, siempre protegido por el paraguas de Los Pinos.

Cierto es: Emilio Lozoya es sólo la punta del iceberg de la corrupción peñanietista (a la que se sumó la calderonista, foxista, zedillista, salinista, etcétera, etcétera), pues, como bien lo dice su abogánster Javier Coello: no se mandaba solo (de entrada, estaba el inquilino de Los Pinos y su círculo íntimo, como Luis Videgaray, secretario de Hacienda e integrante del consejo de administración de Pemex).

Entonces, Lozoya no tiene por qué estar solo en la cárcel española. Deberían acompañarlo, en espera de su extradición a México, el propio Enrique Peña Nieto (¡aprovechen!, que está en Madrid) y su pandilla de negocios (a costillas del erario), su círculo íntimo –la mayoría ex funcionarios de su gobierno–, sin olvidar a empresarios, abogados, periodistas (que dura noticia, Javier) y conexos.

En la mañanera de ayer el presidente López Obrador recordó su dicho de que no presentaría denuncias en contra de los ex presidentes del país, porque teníamos que ver hacia adelante y no quedarnos anclados en el pasado, que lo más importante era la condena al régimen neoliberal, al régimen de corrupción.

Sin embargo, el mandatario debe reconsiderar tal posición. Si su intención –y todo apunta a que es real– es terminar con la corrupción y la impunidad, entonces no puede, de un plumazo, cerrar capítulos y mirar para otra parte, porque al final de cuentas lo de Lozoya es de antes, al igual que todo el cochinero de las administraciones pasadas, y si no se resuelve el pasado o pretende declararse inexistente, difícilmente se podrá construir el futuro sólido que se promete.

Dejar tal cual las cosas, intocadas u olvidadas porque son de antes y nosotros no queremos quedar anclados en el pasado, sino miramos hacia el futuro, no es precisamente la fórmula correcta para combatir la impunidad y acabar con la corrupción. En otros países procedieron así, creyeron que una suerte de borrón y cuenta nueva resolvía los agravios. Y allí están los resultados: sociedades enfrentadas, problemas a flor de piel y galopantes corrupción e impunidad.

El corresponsal de La Jornada en España, Armando G. Tejeda, narra que Emilio Lozoya ingresó ayer a una cárcel que, por su nivel de hacinamiento y violencia, es una de las más conflictivas. Fue detenido en la lujosa urbanización de La Zagaleta, en Málaga, en el sur de España, y pasó la noche en los calabozos de la comisaría provincial, hasta que hoy por la mañana fue trasladado a las dependencias judiciales de la vecina Marbella. De esa forma, el ex funcionario pasará de dormir en el fraccionamiento más caro de España y uno de los vecindarios más exclusivos de Europa, a una de las cárceles con mayor porcentaje de hacinamiento en el continente, sin derecho a fianza ante el riesgo de fuga y la gravedad de los delitos por los que se ordenó su detención.

Lozoya, pues, enchiquerado. ¿Cuándo los demás?

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