Cultura
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El campo en la ciudad
“L

as ciudades deberían construirse en el campo: el aire es ahí más puro”, frase atribuida a los escritores y humoristas Alphonse Allais y Henri Monnier, quien la puso en boca de su personaje Joseph Prudhomme, caricatura del gordezuelo burgués parisiense del siglo XIX. Frase absolutamente al día cuando puede observarse el dilema que desgarra a los parisienses en la actualidad. Dilema en su sentido primigenio donde las alternativas conducen al mismo resultado.

¿Llevar el campo a la ciudad o los ciudadanos al campo? Ante los múltiples peligros que amenazan la supervivencia de la Tierra y los seres humanos, sin contar las de otras especies animales y la vegetación, respuestas y combates se multiplican para enfrentar al enemigo, es decir, el habitante del planeta con mayor capacidad de depredación: nosotros mismos.

Muchos descubrimientos científicos y avances tecnológicos se revelan ahora nocivos y de consecuencias fatales. Para qué hablar de la bomba atómica, amenaza tan usada que ya no espanta más que a los electores de Trump, y de todo el arsenal de armas supersofisticadas o drones asesinos. Calentamiento global y cambio climático, productos de la industria farmacéutica cuyos laboratorios contaminan ríos y mares, automóviles que envenenan el aire que respiramos, petróleo derramado por barcos que naufragan, millones de toneladas de plástico no reciclable arrojadas al mar donde mueren ballenas y otros seres marinos por su causa, alimentos industriales que merman día tras día la salud… los peligros creados por el ser humano son incontables.

Ante esta amenazante situación, cada quien reacciona como puede, según su carácter y temperamento. Unos se ponen a recoger las miles de bolsas de plástico abandonadas en las playas, otros se compran un auto eléctrico cuando pueden, algunos militan por la energía eoliana, hay quienes se vuelven vegetarianos cuando no veganos. Sin llegar al extremo apocalíptico de inminencia de fin de mundo, el frenesí ecológico toma fuerza y lleva a decisiones a veces extrañas y paradójicas.

Como, en apariencia, uno de los lugares más peligrosos es la ciudad, ¿por qué no huirla? ¿A dónde? Al campo, desde luego. Así, muchos habitantes de París, en cuanto tienen la posibilidad, se trasladan a la respirable campiña. Pero, acostumbrados a la vida citadina, no soportan el quiquiriquí del gallo que los despierta en la madrugada, el tintineo de las campanas en lo alto de las iglesias, el olor a estiércol de las vacas. La respuesta de estos nuevos residentes del campo es fulminante: unos levantan una queja, otros prefieren la denuncia. ¿Contra quién levantan su queja? ¿A quién denuncian? El gallo, el estiércol y las campanas son acusados. O el dueño del gallo lo hace callar o que encarcelen la condenada ave en una jaula bien cubierta antes de pasarla a la guillotina. Más difícil guillotinar el estiércol o la campana. Pues que pague la vaca el olor y el cura los campanazos. Mientras se entabla el proceso y se da un juicio, la polémica y la risa estallan.

En cuanto a quienes prefieren traer el campo y los bosques a París, se cuentan en primerísimo lugar los actuales candidatos a la alcaldía de la capital. Las próximas elecciones en marzo atizan los ardores ecológicos de estos políticos. Los votos ecologistas deben ganarse… con promesas. Más extravagantes e irrealizables unas que otras. No importa: más imaginaria es la ilusión, más fuerza cobra. El ilusionista conoce su oficio. Así, los combates y las rivalidades políticas se permiten todos los excesos y no se inquietan con principios razonables. Un candidato promete que si es elegido, la estación ferrocarrilera del Nord será suprimida para crear en su lugar un gran espacio verde tan vasto como el Central Park de Nueva York. Un humorista digno del espíritu irónico de Alphonse Allais sugirió que debería desplazarse la estación parisina de Lyon a Lyon. El mejor remedio ante las exageraciones políticas sigue siendo la risa.