Opinión
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La tentación de los arraigos
Q

uizá sólo fue un buscapiés, un globo sonda para medir reacciones y alcances, pero los borradores sobre las posibles iniciativas de cambio en materia de justicia son bastante preocupantes.

En los hechos, significarían un viraje de la ruta establecida por las reformas en materia de derechos humanos de 2008 y 2011 y en particular implicaría un retroceso en materia de garantías y debido proceso.

En los textos se señala la aplicación de la figura del arraigo a todos los delitos, aunque se le delimita a un periodo de 40 días. El ampliar las posibilidades de que un presunto responsable sea retenido de esa forma, da al traste con la presunción de inocencia y se convierte en un incentivo para apresar antes que indagar.

En el pasado esta fue una práctica funesta, que además se convirtió en un problema de alcances mayores, porque los arraigos no significaron un abatimiento de la impunidad, sino una plataforma para la utilización de testigos protegidos que colaboraron, en muchas ocasiones, con otra conducta perversa: la fabricación de culpables.

Otro aspecto que resulta inquietante es que se abre la posibilidad para la utilización de pruebas ilícitas, que son las que se recaban violando derechos y saltándose procedimientos.

En un extremo se podría hasta validar la tortura, ya que se permitiría la utilización de ciertos hallazgos si éstos fueran trasmitidos por fuentes alternas o de los que no hay duda que serían conocidos en algún momento.

En algunos de los momentos más oscuros de la historia de nuestras procuradurías, la primera declaración que los detenidos rendían ante los policías se consideraba la prueba reina, porque era espontánea y sin el consejo de un abogado.

Los agentes policiacos optaban por los tratos crueles para conseguir confesiones, porque éstas eran admitidas en los tribunales.

Por eso la ley es muy clara al declarar ilegal cualquier testimonio que se recaba sin la presencia de un defensor. No se terminó con la tortura, pero se le puso un obstáculo bastante grande.

La propuesta, circulada hace unos días, además contradice las argumentaciones alrededor del expediente de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, ya que se señala que el descubrimiento de los restos humanos encontrados en el río Cocula se realizó sin seguir los protocolos y se vulneró la cadena de custodia, contaminándose la indagatoria y constituyéndose en pruebas justamente ilegales.

En 1932 Luis Cabrera, en un debate con el procurador Emilio Portes Gil, señaló que creía “que las leyes deben hacerse en el supuesto de que las van a aplicar hombres falibles […] y lo natural es que sea un hombre de carne y hueso, con todas sus debilidades y limitaciones, el que se encuentre al frente de la Procuraduría General de la República (PGR)”.

Portes Gil, por su parte, con la experiencia de haber sido presidente de la República antes que titular de la PGR, señalaría:

Si con la intensidad de esfuerzo con que nos dedicamos a reformar las leyes, nos dedicáramos a velar por su cumplimiento, nuestros problemas jurídicos se simplificarían y la realidad jurídica mexicana se elevaría para el bien y la prosperidad del país. De aquello hace 88 años, pero es oportuno y contemporáneo.

Un problema recurrente, que pierde de vista que los cambios legales requieren de tiempo y que la puesta en marcha del sistema de justicia oral y garantista es reciente, que necesita de apoyos institucionales y de explicaciones.

Es compatible la investigación de los delitos con el estricto apego a la legalidad. Los policías y los fiscales lo que requieren es profesionalización y no de cuartadas, que los atraparán, tarde o temprano, en el oscuro círculo de la impunidad.

* Periodista. Coautor, con Jorge Carpizo, de Asesinato de un cardenal